Formación Litúrgica

La participación litúrgica

Hace unos cincuenta años el Concilio Vaticano II puso en marcha una gran obra de reforma y renovación litúrgica, de la que nosotros hoy tenemos los frutos, aunque qué duda cabe que hay mucho camino por recorrer. Esa reforma litúrgica se ponía en marcha pedida por los padres conciliares en la Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia, que a su vez recogía todo un siglo de investigación y profundización sobre la liturgia. Uno de los pilares básicos tanto del movimiento litúrgico, como del documento conciliar y que se aplicó en la reforma litúrgica fue el concepto de “participación litúrgica”.

En efecto, la constitución conciliar sobre la liturgia se basa en unos pilares que son pocos pero muy sólidos. En primer lugar un concepto de la liturgia que no se queda en lo meramente exterior sino que pretende ir al núcleo mismo de lo que la liturgia es: la celebración del misterio de la fe. Por eso la visión que no da Sacrosanctum Concilium es una visión teológica de la liturgia, no meramente ritual, rubricista, centrada en lo que hay que hacer, en las normas, etc.

La liturgia es fundamentalmente un encuentro con Cristo vivo, presente en su Iglesia y en la liturgia a través de signos, gestos, palabras, etc. Participar en la liturgia es ante todo favorecer que ese encuentro con Cristo se pueda realizar.

Este anhelo va a estar presente durante todo el siglo XX en ese “movimiento litúrgico” que va a ser como la gran preparación providencial de Sacrosanctum Concilium y de la reforma litúrgica posterior. Los pastores y teólogos constataban desalentados un mal que aquejaba a la celebración: el alejamiento de los fieles, que no acababan de encontrar en la liturgia ese centro de la vida cristiana que la liturgia debería ser. La clericalización de la celebración, el uso exclusivo del latín y la complejidad de las celebraciones eran los grandes desafíos que se presentaban para lograr una participación activa de los fieles, y no meramente pasiva, siendo “presentes ausentes”. Cuando leemos Sacrosanctum Concilium vemos, por ejemplo en su número 48, que este anhelo ha sido perfectamente recogido en sus páginas: “La Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos”.

Los papas recogieron y formularon este anhelo. Primero San Pío X, luego todos los demás, especialmente Pío XII, que inició una reforma litúrgica bastante interesante que luego fue asumida por la reforma litúrgica postconciliar, y sobre todo San Juan XXIII y el beato Pablo VI. San Pío X, por ejemplo, hablaba de que los fieles deberían mantener el verdadero espíritu cristiano sobre todo en la celebración litúrgica, porque en ella está su fuente primaria e indispensable, y por eso había que fomentar la participación activa en los sagrados misterios y en la oración de la Iglesia. El beato Juan XXIII se lamentaba del déficit de participación del pueblo: “Cuánto sufro al pensar que no habéis entendido las bellas oraciones que he recitado. (...) Es necesario que un día estos tesoros lleguen a ser asequibles a todos”.

Quizás la situación a la que se había llegado tenía una explicación, sobre todo por el tema de la reforma protestante y la respuesta del Concilio de Trento en el siglo XVI. Pero ahora, ya avanzado el siglo XX, era hora de dar una nueva respuesta, buscándola en la milenaria tradición de la Iglesia, que se remonta a los tiempos apostólicos.

 

¿Qué es la participación litúrgica?

El número 48 de la constitución Sacrosanctum Concilium dice así: “La Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos”.

Por tanto, el Concilio no se conforma con una participación pasiva, un mero estar presente, sino que nos habla de una participación a la que añade unos calificativos: “activa”, “plena”, “consciente”, “fructuosa”, etc. Otras veces, en vez de añadir calificativos, describe lo que es la participación. Así, por ejemplo, en el número 11 se dice: “Mas, para asegurar esta plena eficacia es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano”.

El número 14, además, dice algo muy importante: que la participación litúrgica no es un añadido a la celebración, sino un aspecto fundamental de la misma: “La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano”.

Finalmente, el número 19 nos dice que la participación no es meramente hacer cosas, sino que tiene dos dimensiones: “Los pastores de almas fomenten con diligencia y paciencia la educación litúrgica y la participación activa de los fieles, interna y externa, conforme a su edad, condición, género de vida y grado de cultura religiosa, cumpliendo así una de las funciones principales del fiel dispensador de los misterios de Dios y, en este punto, guíen a su rebaño no sólo de palabra, sino también con el ejemplo”.

La participación en la liturgia sería la consecución de las dos finalidades de esta: la santificación que recibimos de Dios y la glorificación que a Él le tributamos. Por eso podríamos decir que la participación interna en la liturgia es ante todo el encuentro con Cristo vivo que en ella se da, de modo que podamos dar gloria a Dios y recibir de Él la gracia. Y ese encuentro se realiza gracias a los símbolos, gestos y palabras de la liturgia, cuya realización supone la participación externa. De esta forma el cristiano, unido a Cristo y a su sacrificio, recibe la gracia para hacer de su propia vida un culto de alabanza a Dios.

Muchas veces hablamos de participación centrándonos en un aspecto que ciertamente es muy importante: comprender lo que se celebra. La catequesis litúrgica es fundamental por tanto para la verdadera participación. Pero hay que tener en cuenta también la importancia de realizar lo que a cada uno –pastor o fiel– le corresponde y, sobre todo entrar en una vivencia del Misterio que pueda iluminar la propia vida.

 

Las condiciones para una participación auténtica

Es necesario recordar que todo lo que vamos a decir, aunque parezca limitarse al aspecto exterior de la liturgia –lo que hacemos–, en realidad está al servicio de lo que en la liturgia celebramos: el misterio de Cristo vivo y el encuentro con Él. Esa es la garantía de que la liturgia no se convierte en algo meramente externo, en un activismo o en algo solamente estético.

Para que se dé la participación litúrgica, en primer lugar, es necesario que se hagan una serie de acciones: gestos, palabras, etc. Para que haya una auténtica participación interna, un auténtico encuentro con Cristo, es necesario que esto se realice a partir y por medio de la participación externa: lo que hacemos. Por eso en la liturgia son necesarios los ministerios –desde el ministerio de la presidencia, ejercido por el sacerdote, hasta los demás ministerios propios de la celebración, como lectores, cantores, ministros extraordinarios de la sagrada comunión…–. Los ministerios están al servicio de la participación activa y no para el lucimiento personal o el protagonismo de quien lo ejerce. Por eso, lo que hacemos lo hacemos como un servicio y lo realizamos de acuerdo a las normas litúrgicas de la Iglesia, porque la celebración nunca dependerá de nuestros gustos, al ser celebración de la Iglesia, no nuestra en el sentido de privada o particular.

La participación activa, además, requiere una acción comunitaria. Quien celebra no es cada uno de los fieles aisladamente, sino que son constituidos en comunidad, en asamblea litúrgica, estructurada orgánicamente, presidida litúrgicamente, y con esos ministerios que le permiten realizar la acción litúrgica. San Pablo compara a la Iglesia con un cuerpo y esa comparación se aplica también a la Iglesia que se manifiesta como asamblea litúrgica, convocada por el Señor mismo. Lo individual, lo personal, no se anula en la liturgia: las preocupaciones y alegrías de cada uno son asumidas en la celebración, y esto se hace comunitariamente. Por ejemplo, en la oración colecta, el sacerdote invita a todos a orar y en silencio cada uno eleva su súplica o acción de gracias a Dios. Todas ellas son recogidas por el sacerdote en la oración que pronuncia, a la que toda la asamblea responde “amén”, haciendo suya las intenciones de cada uno. También es muy importante la comunión en los gestos: todos estamos de pie, todos nos sentamos o arrodillamos, todos hacemos la señal de la cruz, todos respondemos… No vamos “por libre”, sino que expresamos lo que somos: una comunidad cristiana, que está, por tanto, en comunión.

Pero claro, no todo se puede quedar en lo que hacemos. También cuenta mucho, evidentemente, la intención con la que lo hacemos. Por eso, para que la liturgia no sea una sucesión de gestos mecánicos estereotipados, son necesarias unas actitudes internas. Obviamente la primera de esas actitudes es la fe. Lo que hacemos, lo hacemos con fe y desde la fe –incluyendo aquí la actitud de conversión que nos lleva a la fe–. Sin esa actitud fundamental la participación activa en la liturgia sería una quimera muy lejana, le faltaría autenticidad y verdad. Sin fe, la liturgia no hace posible el culto al Padre en Espíritu y en Verdad, porque no llegaría a nuestra vida y se quedaría en meras prácticas de piedad o devoción. Junto con la fe, otras actitudes internas favorecen esa participación activa: la comunión, la entrega de sí, el servicio, etc. Tres exigencias que nos invitan a vivir la liturgia de un modo más auténtico: como un encuentro con Cristo vivo.

 

¿Por qué es tan importante la participación litúrgica?

La participación activa de los fieles en la liturgia no es un añadido o un capricho: es una exigencia propia de la celebración. La liturgia pide la participación. De lo contrario no logrará su finalidad propia: hacer de la vida de los hombres un culto agradable a Dios unidos a Cristo, que entregó su vida por nosotros.

¿Por qué no quiere la Iglesia que los fieles asistan a la liturgia como espectadores mudos, sino que participen en ella activamente? En virtud del Bautismo. Por el sacramento del Bautismo todos los fieles tienen derecho participar así de la liturgia. Todos los fieles, por el Bautismo, participamos del sacerdocio de Cristo y estamos llamados a unirnos con él, de modo que nuestra existencia se transforme y nos ofrezcamos a Dios unidos al Señor.

Cuando los fieles oran, cuando aclaman, cuando proclaman o confiesan la fe, lo hacen como miembros del sacerdocio real de Cristo. Para que pueda hacerlo Cristo mismo ha instituido el sacerdocio ministerial. Pero los obispos y los presbíteros no suplen la función sacerdotal de toda la asamblea, que participa en la celebración de esa manera.

Junto con esto es importante volver a señalar el carácter comunitario de la celebración litúrgica. Dice un conocido liturgista, el P. José Antonio Abad: “Éste es, en efecto, un acto del entero Cuerpo Místico de Cristo, Cabeza y miembros (SC 7); por ello, las acciones que en ella se realizan no son nunca acciones privadas, sino acciones de todo el cuerpo eclesial, es decir, comunitarias. Acciones, por tanto, que han de ser realizadas no sólo por los ministros o por una parte de los fieles, sino por los ministros y por todos los fieles. En consecuencia, de la misma naturaleza de la liturgia brota una exigencia y una llamada a todos los miembros de la asamblea litúrgica para que se asocien a Cristo Sacerdote y Cabeza, y en y desde Él, junto con los demás miembros del Cuerpo Místico, glorifiquen al Padre y participen en los dones salvíficos”.

Finalmente cabe señalar que la participación activa es una de las preocupaciones fundamentales de la Iglesia, porque la liturgia está en el centro de su vida, porque es “fuente y culmen” de la vida cristiana (SC 7).

 

Cómo llevar a cabo ese ideal de participación que nos plantea el Concilio Vaticano II

¿Cómo hacer que la celebración litúrgica sea un verdadero encuentro con Cristo a través de los signos, gestos y palabras que la forman? Sería maravilloso que esta pregunta tuviera una respuesta sencilla, simple, directa y práctica, porque en el fondo eso es lo que perseguimos en toda celebración litúrgica, tanto cuando la preparamos como durante la misma celebración.

Quizás no haya una fórmula mágica, pero sí que podemos dar una respuesta en tres ámbitos sobre los que profundizar y trabajar.

El primero de ellos es la misma celebración. El Concilio nos ha enseñado –y ha pedido que para ello se haga la reforma litúrgica– que la celebración es más transparente en la medida en que los ritos son sencillos, breves y claros. Recargar innecesariamente la celebración posiblemente hace más difícil que los ritos nos ayuden a un auténtico encuentro con Cristo. Por eso la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II revisó los ritos, resaltando lo principal y suprimiendo o simplificando lo accesorio o las repeticiones innecesarias. Por esa misma razón se introdujo el uso de las lenguas vernáculas –en nuestro caso el español–. Si leemos las directrices para la reforma que hay en los capítulos del II al V de la constitución conciliar sobre liturgia Sacrosanctum Concilium nos daremos cuenta de que hay unos principios que subyacen y cuya finalidad es precisamente fomentar la participación litúrgica.

Pero, claro, el problema no es solamente de ritos, sino también de personas. Sacrosanctum Concilium intuye que en lo que toca al tema de la participación la reforma de los ritos es solamente el primer paso, que no tiene sentido si no va acompañada de algo en lo que los padres conciliares insisten en muchos números del documento: la formación litúrgica. Una formación que va encaminada a cambiar la actitud y el modo de comprender y vivir la celebración, y de hacer que la fe, la celebración y la vida vayan de la mano. El Concilio insiste muchísimo en la formación de los pastores, como presupuesto necesario para que esa formación llegue a los fieles.

Y llegamos así al tercer desafío de la participación, que es el de superar el divorcio entre celebración y vida. El Espíritu, que actúa en la celebración, está presente también en la vida de los cristianos, guiándola a la luz de lo que se celebra, en comunión con toda la Iglesia, de la que el cristiano forma parte. Aquí entramos en lo que muchas veces hemos explicado: el cristiano da culto a Dios con la propia vida. El culto no es solamente la celebración. Si no somos capaces de ofrecer nuestra propia vida como sacrificio agradable a Dios, unidos a Cristo, la celebración se convertirá solamente en un puro rito, sin repercusión ninguna en la vida del cristiano.

Ritos, formación, vida. Tres ámbitos en los que la pastoral litúrgica profundiza para lograr una auténtica participación activa, ideal litúrgico que plantea el Concilio y que atañe no solamente a los pastores, sino a todo fiel que toma parte en la celebración de la fe de la Iglesia. Celebrar bien, preparar la celebración, ser fieles a lo que pide la Iglesia, formarnos bien para no hacer las cosas a nuestro antojo, sino entendiendo y profundizando el sentido; pero, sobre todo, ser conscientes de que la liturgia es el motor de nuestra vida, porque allí se nos da el Espíritu que nos guía hasta la verdad completa, que es el amor. He aquí el ideal de participación que la Iglesia nos ofrece.

¿Estamos lejos de este ideal? Pasos se han dado, sin ninguna duda, y pasos quedan por dar. Sin desanimarnos, miramos hacia la meta.

Ramón Navarro Gómez

Delegado Episcopal de Liturgia

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