Formación Litúrgica

Ordenaciones sacerdotales

En los meses de junio y sobre todo de julio nuestra Diócesis se viste de fiesta. Es el momento de las ordenaciones sacerdotales. Las ordenaciones generalmente se hacen en la Santa Iglesia Catedral, pero en nuestra Diócesis, desde los tiempos del obispo D. Miguel Roca, se impuso la costumbre de trasladar la ordenación a los pueblos y a las parroquias de los ordenandos.

Ciertamente una ordenación es un acontecimiento extraordinario, y poderla celebrar en una parroquia pone en marcha a toda la comunidad parroquial en una preparación que es ciertamente compleja y puede ser un testimonio precioso de pastoral vocacional.

Pero más allá de esto, queremos reflexionar un poco sobre la celebración litúrgica. ¿Cómo es una ordenación? Muchos habrán tenido la posibilidad de participar en alguna. Vamos a intentar dar algunas pistas para no perder la riqueza de esta celebración.

El rito de la ordenación se hace en el contexto de una misa estacional, es la forma más solemne de celebración eucarística, y el modelo de todas las demás: es la que preside el obispo, rodeado de su presbiterio y con la participación de los fieles. Es la manifestación más perfecta de la Iglesia local, que, bajo el ministerio del obispo, peregrina en nuestra Diócesis.

Durante la Eucaristía solemne tiene lugar la ordenación. En concreto, después del Evangelio se hace el rito de la llamada, la petición de ordenación y la elección. El que va a ser ordenado presbítero es llamado por su nombre. La elección de Dios ha sido discernida y confirmada por la Iglesia durante los años de seminario, y esto se expresa en este triple rito: la Iglesia llama al candidato por su nombre. Él se pone en pie en medio de la asamblea, ante el obispo. Luego la Iglesia pide al obispo que ordene al candidato. Es normalmente el rector del seminario el que lo hace, pero no lo hace en nombre propio, sino en nombre de toda la Iglesia, en este caso la Iglesia que peregrina en la Diócesis de Cartagena. Se establece un precioso diálogo entre el obispo y el rector. El obispo le pregunta si sabe si el candidato es digno, y el rector le contesta que, después de haber consultado al pueblo de Dios no hay dudas sobre el candidato. Así, el obispo concluye este primer rito introductorio de la ordenación eligiendo al candidato para el Orden de los Presbíteros.

La homilía del obispo está planteada en el ritual como una exposición de lo que significa el ministerio sacerdotal. Está dirigida ante todo al candidato, pero a todos nos ayuda al escucharla a rezar por él y a ser conscientes de lo que significa formar parte de la Iglesia.

Acabada la homilía, el obispo dialoga con el elegido. Le pregunta sobre su disponibilidad a la hora de recibir el ministerio. En concreto le pregunta si está dispuesto a ser un fiel colaborador del ministerio episcopal; le pregunta también sobre si está dispuesto a ejercer el ministerio de la Palabra, presidir las celebraciones litúrgicas, rezar por el pueblo que le sea encomendado y, para ello, unir su vida a Cristo. Ante la respuesta afirmativa del ordenando, el obispo le pregunta si promete respeto y obediencia, tanto a él como a sus sucesores. El rito acaba con una bellísima exhortación que hace el obispo al elegido, y que nos recuerda quién es el protagonista de todo ministerio, vocación o carisma: "Dios, que comenzó en ti la obra buena, él mismo la lleve a término".

Imposición de manos y la plegaria de ordenación

El momento más importante de la celebración de la ordenación de un presbítero es un momento doble: el que componen la imposición de manos y la plegaria de ordenación. El gesto y la palabra se complementan en la liturgia: la plegaria de ordenación es la que determina el gesto de la imposición de manos, y nos permite captar su sentido.

El signo de la imposición de manos ha significado desde los comienzos de la Iglesia la invocación del don del Espíritu. Lo encontramos ya en el Antiguo Testamento, pero sobre todo en los inicios de la Iglesia, en el libro de los Hechos de los Apóstoles y en las cartas. El mismo San Pablo recomienza a su discípulo Timoteo que reavive el don del Espíritu que recibió por la imposición de manos (2Tim 1, 6). El Espíritu Santo llena y capacita a la persona, la transforma y la consagra en orden a la misión que se le encomienda. La imposición de manos no es solamente la transmisión de un poder o de una autoridad: es el don mismo del Espíritu que llena a una persona.

Es el gesto por el que el obispo va a conferir el sacramento del Orden en el grado de presbítero al elegido. Estamos en el momento más importante de la ordenación, y el que requiere de nosotros, los que participamos en la celebración, una oración todavía más intensa.

Después de la imposición de manos del obispo sobre el elegido, la asamblea permanece en silencio orante mientras todos los sacerdotes presentes imponen también las manos sobre el ordenando, como signo de corresponsabilidad. La imposición de manos de los otros presbíteros no es sacramental, no confiere el sacramento del orden.

El impresionante silencio se romperá con la plegaria del obispo. En ella, recordando la Historia de la Salvación, el obispo evocará los momentos en los que Moisés y los levitas en el Antiguo Testamento y luego Cristo y los Apóstoles eligen a colaboradores que necesitan para llevar adelante su misión. Por eso pedirá que el nuevo presbítero sea un digno cooperador del orden episcopal ejerciendo santamente su ministerio en comunión con él.

Merece la pena reproducir el texto final de la plegaria, donde el obispo pide para el nuevo presbítero una serie de dones que, en el fondo, son la explicitación del don más grande: el del Espíritu. Dice en concreto: "Sean honrados colaboradores del orden de los obispos, para que por su predicación y con la gracia del Espíritu Santo, la palabra del Evangelio fructifique en el corazón de los hombres y llegue hasta los confines de la tierra. Sean, junto con nosotros, fieles dispensadores de tus Misterios, para que tu pueblo se renueve con el baño del nuevo nacimiento y se alimente en tu altar; para que los pecadores sean reconciliados y confortados los enfermos. Que en comunión con nosotros, Señor, imploren tu misericordia, Señor, por el pueblo que se les confía y en favor del mundo entero. Así, todas las naciones congregadas en Cristo, formarán en un único pueblo tuyo que alcanzará su plenitud en tu reino".

En el rito de la ordenación la asamblea prorrumpe en un solemne "Amén" al terminar esta plegaria, participando así en la oración, que no es solo del obispo, sino de toda la Iglesia.

Ritos explicativos

La liturgia tiene una pedagogía, y en este caso nos invita a profundizar en lo que ya se ha realizado por medio de lo que llamamos los "ritos explicativos". Así, lo que el Espíritu Santo ha realizado en el ordenado, que ya es sacerdote, lo profundizamos ahora con unos sencillos signos, que nos hacen tomar conciencia de lo que ello significa y nos permiten seguir orando por él.

En primer lugar el ordenando es revestido como presbítero para la celebración de la misa. Para ello otros presbíteros le ayudan a ponerse la estola al modo presbiteral –es decir, cayendo sobre el pecho– y encima de ella la casulla. Es el signo visible del ministerio que va a ejercer de ahora en adelante en la liturgia, presidiendo al pueblo de Dios. La espontaneidad de la asamblea hace que en este momento, viendo al ya ordenado revestido como sacerdote, prorrumpa en un fuerte aplauso. Esto, lógicamente, no está en el rito, pero nos indica que la celebración está bien construida, y que la asamblea es consciente de que el ordenado, efectivamente, es ya presbítero.

Luego se le unge con el Santo Crisma, signo del carácter sacramental de la ordenación, por el cual Cristo llena y configura la vida de aquel a quien ha llamado a participar ministerialmente de su sacerdocio. El Crisma se usa en los sacramentos que solamente se pueden administrar una vez, porque suponen una configuración con Cristo que, por su propia naturaleza, es definitiva: el Bautismo, la Confirmación y el Orden. En el caso de la ordenación presbiteral el nuevo sacerdote es ungido en las manos, porque esas manos son las que consagrarán, bendecirán, tocarán… haciendo presentes los gestos mismos de Cristo.

El cáliz y la patena con la que se va a celebrar la Eucaristía serán también entregados al nuevo presbítero, indicando así el deber de presidir la celebración eucaristía y de seguir a Cristo crucificado, cuya muerte y resurrección es actualizada sacramentalmente en la celebración de la Eucaristía. Por eso se le invitará a modelar su vida a imagen del Misterio que se celebra, convirtiendo su vida en una entrega permanente a Cristo y a los hermanos. En ese sentido las palabras del obispo al entregarle el cáliz y la patena son un auténtico programa de vida para el nuevo sacerdote: "Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor".

El abrazo del obispo al nuevo presbítero y también de los presbíteros concelebrantes, en señal de acogida en el ministerio, sellará con el gozo y la alegría el rito que la asamblea está viviendo como una gracia de Dios para su Iglesia.

Solamente queda ya que la asamblea se disponga a celebrar la liturgia eucarística, fuente y culmen de la vida cristiana, en la que el nuevo presbítero concelebrará por primera vez con el obispo como sacerdote. Si el neopresbítero ha recibido el don del Espíritu Santo en la ordenación, también la asamblea lo recibe en abundancia al participar del mismo pan y del mismo cáliz en el sacramento de la Eucaristía.

Ramón Navarro Gómez
Delegado Episcopal de Liturgia

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