Tiempo de desierto y de esperanza
El Miércoles de Ceniza comenzó el tiempo litúrgico de la Cuaresma, un camino personal y eclesial de conversión y de preparación para vivir la victoria de Cristo en la Pascua.
Realizar algún sacrificio, atender a alguien que sufre, limitar el uso de las redes sociales o desconectar WhatsApp en ciertos momentos, para dedicar un tiempo especial a la oración, son ejemplos de propósitos con los que los fieles comienzan a vivir la Cuaresma, un tiempo litúrgico de conversión, de reconducir la vida hacia Dios, hacia la verdad de uno mismo y hacia los demás. Un itinerario de 40 días para ajustar la propia vida al Evangelio y prepararse para vivir los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
Todo comienza el Miércoles de Ceniza con la imposición de la ceniza, uno de los signos de la Cuaresma, que procede de las palmas bendecidas en Domingo de Ramos del año anterior. El franciscano José Manuel Sanchis, profesor en el Instituto Teológico de Murcia, explica que este símbolo tiene su origen en el pueblo hebreo, para el que cubrir la cabeza de ceniza era expresión de que el hombre «no es más que polvo y está destinado al polvo», si no encuentra su sentido en Dios: «Empleamos este signo no tanto para recordar nuestra condición de seres finitos, sino para recordar la intensidad con la que el ser humano, el hombre y la mujer de nuestros días, quedan invitados a la conversión y a creer profundamente en el Evangelio».
Otros signos de la Cuaresma, que acompañarán la liturgia estos 40 días, son el color morado, símbolo de conversión; la ausencia de flores y de otros ornamentos que tengan un sentido festivo; y también la sobriedad en los cantos de las celebraciones. De hecho, durante la Cuaresma no se entona el Aleluya, porque se trata del «canto típico de la Pascua, del pueblo hebreo que caminaba hacia la tierra prometida a través del desierto y que, en el momento de su llegada, entonó este canto, que es la alabanza más profunda al Señor que hizo posible ese paso, esa Pascua, esa liberación».
Y es que la Cuaresma, además de ser también un camino hacia la Pascua, está muy relacionada con la experiencia de desierto. Juan Tudela, vicario general y párroco de San Nicolás de Bari de Murcia, recuerda que el desierto está muy presente en la Biblia: lo atravesó el pueblo de Israel en su salida de Egipto, durante 40 años; en él vivía Juan el Bautista y a él fue llamado Jesús, durante 40 días, para prepararse antes de comenzar su vida pública. «Vivir conscientemente la Cuaresma significa adentrarse en la tierra árida de los propios pecados, con una mano firmemente puesta en la del Señor Jesús y, la otra, en la Palabra de Dios y los sacramentos; un itinerario de sincera conversión que conduce a la libertad de la tierra prometida de la Pascua y a renovar el bautismo en la vigilia pascual», apunta el sacerdote.
Los tres pilares de la Cuaresma
Para vivir este tiempo, la Iglesia invita a realizar tres prácticas: el ayuno, la oración y la limosna. Juan Tudela recuerda que el mismo Cristo las recomienda en el Evangelio, aunque con un sentido nuevo: «Jesús nos dice que no lo hagamos por apariencia o por la aprobación de los demás, sino buscando agradar solo a Dios Padre, que ve en lo escondido y nos recompensará». Además, para que estas prácticas penitenciales ayuden en el propio camino de santidad, continúa Juan Tudela, «han de estar conectadas con el sincero deseo de conversión; de lo contrario serán gestos loables, pero aislados».
El ayuno ayuda a recordar la fragilidad de la vida humana, que nuestra verdadera patria es el cielo y que no solo necesitamos alimento para el cuerpo, sino también para el alma. Además, nos pone en solidaridad con quienes no tienen lo necesario para vivir. Esto lo conecta con la limosna, un desprendimiento voluntario para, desde la caridad, dar una ayuda a los pobres, que puede ser a través de una institución benéfica o de la labor caritativa de la Iglesia. Y todo está sustentado por el tercer pilar de la Cuaresma, la oración, donde Dios entra en la propia vida y la transforma.
Esta conversión, sin embargo, no es solo individual, sino también eclesial. Por eso hay gestos penitenciales concretos que unen a todos los cristianos en este tiempo litúrgico, como el ayuno en Miércoles de Ceniza y en Viernes Santo, o la abstinencia de comer carne, esos dos días y también todos los viernes de Cuaresma. «Aunque sean gestos sencillos, conviene no minusvalorarlos, sino vivirlos con fidelidad, pues expresan la unidad de toda la familia eclesial en un camino común de conversión a la voluntad de Dios». Juan Tudela subraya, además, que «sería muy práctico que cada uno, a nivel personal, pudiera hacerse un pequeño programa para la Cuaresma, preguntándose: ¿qué puedo hacer yo respecto al ayuno, a la oración y a la limosna? Y proponerse hacer prácticas concretas, aunque sean sencillas».
Una privación, un sacrificio, visitar a algún enfermo o sufrir con paciencia los defectos de quienes tenemos cerca son acciones que, ofrecidas a Dios con amor sincero, no caen en saco roto, sino que ayudan a la conversión. Y es que, destaca Juan Tudela, el tiempo de Cuaresma, pese a ser de penitencia, no transmite un mensaje de oscuridad, sino de esperanza: «Todo corazón roto y toda herida en el alma pueden ser sanados por la misericordia de Dios. Nunca hay nada ni nadie perdido, pues para esto subió Cristo a la cruz, para el perdón de los pecados; y para esto resucitó, para darnos el don de la vida nueva y abrirnos las puertas del cielo».
Entrar en la Cuaresma es, por tanto, responder a esta llamada de esperanza; recorrer un camino de conversión y amor para volver el corazón a Dios y así poder celebrar con plenitud la victoria del Señor en la Pascua.
Carmen GarcíaGraduada en Periodismo. Redactora. Responsable de edición y diseño de la revista Nuestra Iglesia. Volver a noticias
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