“Sólo puedo dar gracias por el gran cariño con el que me han recibido”, Pablo Jareño, misionero en Honduras
Pablo Jareño es uno de los sacerdotes diocesanos que este curso inicia su ministerio pastoral como misionero en Honduras, a donde llegó a principios de octubre. Él mismo nos narra la experiencia de los primeros días:
No es fácil escribir sobre las primeras impresiones en esta nueva misión, todo está por empezar, pero quería compartir la alegría de mi llegada a un pueblo que me ha recibido con un cariño y una familiaridad de la que sólo puedo estar agradecido.
Honduras es un país que forma parte de Centroamérica, entre México y Sudamérica. Sus vecinos son El Salvador, Guatemala, Nicaragua y, más al sur, Costa Rica y Panamá. Aunque la mayoría de la población es cristiana, no toda es católica, sino que una parte importante es evangélica. Este país es considerado como el segundo más pobre de América, sólo después de Haití, lo que hace de él un lugar perfecto para cumplir la misión que Jesús dio a sus discípulos: anunciar la Buena Noticia a los pobres.
La misión se encuentra en La Lima, a unos pocos kilómetros de San Pedro Sula, la capital industrial del país. Para hacer una comparativa con España, si Tegucigalpa es una ciudad administrativa como Madrid, San Pedro Sula es una ciudad con puerto –la segunda en habitantes y en densidad– que la hace semejante a Barcelona. La Lima es una ciudad próxima a San Pedro Sula, allí vive mucha gente que se desplaza diariamente a trabajar a su ciudad vecina, por lo que podría compararse a Badalona.
Tal día como el de mi llegada, pero cuarenta años antes, llegó a esta misión el padre José Gómez, quien, con el padre Julián Marín y el padre Juan Matías, ha estado y sigue al frente de la misión. Todo ha cambiado desde que ellos llegaron a esta misión. Juan Matías y Julián me contaban, con muy buen humor, lo que era ser misionero cuando los teléfonos escaseaban y el acceso a la información era tan difícil. En aquella época, las noticias se transmitían en un muy deficitario correo y las dificultades eran mucho mayores. Cuando intento imaginar todo lo que pasaron en la adaptación a un país tan lejano del que tuvieron tan poco conocimiento antes de llegar, percibo lo fácil que son hoy las cosas, habiendo renunciado al teléfono móvil.
Hoy la misión es una realidad consolidada, dividida en dos partes gestionadas por dos nuevas administraciones parroquiales. En la que yo me encuentro hay una importante red de comunidades cristianas, en las que no sólo se vive la fe, sino que ellas mismas son protagonistas, de la mano de sus sacerdotes, con formación, anuncio, catequesis y crecimiento en la fe. La vida cristiana ha estado en permanente crecimiento y, con ella, también la realidad humana en la que actúa la Iglesia, llevando la palabra de Dios, partiendo el pan entre los hermanos y transformando su día a día desde el ejemplo de Jesús.
Cuando llegué no tuve tiempo para descansar. Desde el primer momento tuve que visitar la parroquia para celebrar la Eucaristía y también las distintas aldeas para conocer el campo donde me toca actuar. Aún estoy empezando lo que, espero, sean mis próximos años de servicio. En lo poco que voy conociendo, sólo puedo dar gracias por el gran cariño con que me han recibido en todos los sitios. Todo el mundo es amable y está agradecido de que haya venido a formar parte de su comunidad, a compartir nuestra fe y a servirles desde la Eucaristía, el anuncio de la Buena Noticia y el espíritu. Para mí es un privilegio poder formar parte de algo tan maravilloso como estas comunidades y continuar el trabajo que han hecho tantos compañeros de la Diócesis de Cartagena, tanto quienes pasaron aquí más tiempo, como los quienes estuvieron menos, pero aportaron lo mejor que tenían a las gentes de este pueblo.
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