Reflexiones semanales
12 de mayo 2024

Jesucristo asciende entre aclamaciones

VII domingo de Pascua

El hecho de la Ascensión, aunque fue contemplado por testigos, es un gran misterio. «El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios Padre» (Marcos 16, 15). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el momento de su resurrección, pero durante los cuarenta días en los que él comía y bebía familiarmente con sus discípulos, su gloria parecía eclipsada bajo los rasgos de una humanidad como la nuestra. Pero hoy, que come con ellos, desaparece el eclipse que velaba su divinidad, y sus discípulos han podido ver sobrecogidos cómo se elevaba y contemplaron cómo ascendía a los cielos, hasta la Gloria, simbolizada por la nube donde entra glorioso, hasta que desapareció de la vista (Hechos 1, 1).

En los salmos leemos este anuncio profético, que «Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas; tocad para nuestro Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad» (Salmo 46). Es el corazón el que manifiesta la alegría de la victoria de nuestro Dios en su Ascensión, que es la esperanza de los hombres, que es una fiesta para toda la humanidad, porque Jesucristo nos ha abierto el camino del cielo, de la eternidad. Jesús ha vuelto al Padre, pero no nos deja solos, no ha dejado de estar con nosotros, sigue en perfecta unidad con el Padre y el Espíritu Santo, hasta el fin del mundo, siempre. Tened la seguridad de que él lleva consigo todas nuestras angustias y zozobras, personales y colectivas, las de todo el mundo y nuestros éxitos y conquistas son suyos. En su corazón palpitan todos nuestros afanes.

La humanidad que asumió y con la que padeció, ha sido glorificada. Un hombre como nosotros ha entrado ya en el cielo. El hombre no puede aspirar a mayor dignidad y grandeza. Por eso ha dicho: «Os conviene que me vaya». Como antes ocultó su presencia divina, oculta ahora su presencia humana.

Es un dato importante a tener en cuenta, por lo que supone para nosotros, que antes de subir al cielo ha confiado a la Iglesia la misión de extender su Evangelio por toda la tierra, de la misma manera que entregó su desarrollo a los hombres, cuando terminó la creación. Él ha comenzado la obra de la redención y salvación, ahora somos nosotros los que tenemos que continuar y perfeccionar su obra: «Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y él confirmaba y rubricaba su actuación con señales y milagros». Jesucristo está ahora en la tierra presente en los Apóstoles y en los discípulos, es decir, en la Iglesia, hasta que vuelva otra vez. A la Iglesia, los hombres nuevos, corresponde ahora, convertir el mundo en una tierra nueva, que hable lenguas nuevas, las lenguas del amor, venciendo serpientes y superando el mal del mundo, figurado metafóricamente en el veneno mortal y en la curación de las enfermedades.

Es tiempo ahora de mirar adentro, al propio interior, porque ahí encontraremos a Cristo, viviendo en nosotros y siendo testigo de nuestros actos buenos, y también del mal que hacemos o del bien que dejamos de hacer. Este es un misterio de fe, cuyo conocimiento y vivencia nos hará más felices que todos los tesoros y placeres del mundo. Tenemos fe, pero el problema no es la que tenemos, sino la que nos falta. Al celebrar el sacramento de la fe, nos envuelve la presencia de Cristo glorificado que nos alienta y obra en nosotros su acción redentora y liberadora.

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