El cuarto domingo está centrado tradicionalmente en una de las imágenes más entrañables del Evangelio, de profundas raíces bíblicas e incluso universales: Jesús es el Buen Pastor, el Buen el Pastor enviado por el Padre. En la segunda lectura del Apocalipsis se ve enriquecida todavía más la imagen presentándonos a Cristo como el Cordero inmolado en la cruz, como un cordero que se entrega voluntariamente por todos. Jesús es el Pastor y el Cordero sacrificado, que ha resucitado. Él es el que mejor nos puede guiar, el que va delante de todos dando su vida por sus ovejas: «El Cordero será su Pastor y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas». La imagen del Pastor no nos debería dar miedo, porque «somos su pueblo y ovejas de su rebaño». Lo más hermoso es que formamos parte de su pueblo y sabemos que no hay vida cristiana, ni seguimiento de Jesucristo sin saberse parte de un pueblo. Pero, no basta con esto, sino que es necesario que tengamos una especial relación con el Señor y sepamos escuchar personalmente su voz, su palabra de vida, su llamada a reconocerle vivo y actuante en nuestra vida de cada día.
Cristo Buen Pastor se presenta a sí mismo como el que nos conoce por nuestro nombre ya que somos ovejas del «rebaño adquirido por la Sangre de Cristo» y nos da vida, nos guía, nos defiende, nos purifica en su sangre y nos conduce a fuentes de agua viva. A veces aparece Cristo como Maestro y Guía, como Salvador y Señor. Hoy le miramos como a nuestro Pastor, que nos acompaña en nuestro camino y se nos da él mismo como alimento y bebida, sobre todo en la Eucaristía. Su Palabra es la que vale la pena de escuchar. A nosotros nos toca escuchar su voz, tener fe en él, dejar que él dé sentido a nuestra vida. Seguimos siendo débiles, el «débil rebaño», y todavía estamos en «la gran tribulación». Pero su presencia, su Palabra y su alimento eucarístico nos dan fuerza para todo.
Recordamos hoy, especialmente, que por voluntad de san Pablo VI este domingo ha sido señalado como un día propio para la plegaria en favor de las vocaciones al ministerio y a la vida consagrada. Es un elemento que no conviene marginar. La comunidad cristiana está llamada a hacer posible el encuentro del joven con Jesús, haciéndose mediadora de la llamada y educadora de la respuesta que él espera. Todos tenemos la misión de hacer descubrir a los jóvenes su llamada personal a ser Iglesia y a hacer Iglesia y se ofrece, por tanto, como el contexto natural en el que los jóvenes pueden completar su iter educativo.
Sostenido por la certeza de que el Padre Celestial continúa llamando a muchos jóvenes a seguir más de cerca las huellas de Cristo, su Hijo, en el sagrado ministerio, en la profesión de los consejos evangélicos, en la vida misionera, confió a todos los responsables y agentes de la pastoral juvenil el fascinante y, al mismo tiempo, exigente deber de la animación vocacional. Es necesario obrar de modo que «se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la gracia y la responsabilidad de cuidar las vocaciones».