

Dios es amor. Amaos los unos a los otros
VI domingo de PascuaJesús nos ha pedido solemnemente, con una claridad meridiana a todos nosotros, que escuchemos en el corazón su mandamiento: amarnos unos a otros. Con estas palabras nos muestra objetivamente cual es su voluntad, esta es la tarea esencial y prioritaria para todos los discípulos. El Señor lo repite siempre por la importancia del estilo de vida que nos ha propuesto. El amor debe ser nuestra primera razón, como lo ha sido para él; un amor que se arraiga en el corazón y produce sentimientos de aceptación, de respeto y estima, al tiempo que da frutos de justicia, de solidaridad y de fraternidad entre todos los hombres. Este tema debemos meditarlo en lo hondo del corazón esta semana, escuchar lo que Jesús nos propone: que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado. Ya sabemos cómo nos ha amado Jesús y este es el estilo: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida». Dar la vida es el límite del amor cristiano, a él debemos tender y aspirar y no podemos conformarnos con un amor menor, porque no seríamos buenos seguidores de Jesús. El Señor puede pedirnos esto, porque él mismo ha recorrido ese camino antes dando ejemplo el primero. El amor es el programa prioritario de los cristianos, pero ¡cuánto nos cuesta aprenderlo y cumplirlo!
En la Palabra de este domingo se nos asegura que «Dios es amor», que este es el punto de partida de todo. Pero no olvidemos que no somos nosotros los que amamos primero, sino que ha sido él el que nos ha amado antes, anticipándose a nosotros. Y lo ha demostrado en toda la historia, sobre todo en su momento central, cuando hace ahora dos mil años nos envió a Cristo su Hijo. La mejor prueba del amor de Dios la tenemos precisamente en la Pascua que estamos celebrando, porque el que ha sido entregado a la muerte, ¡ha resucitado! Él es el que puede hablar de amor, es la personificación perfecta de ese amor: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo… ya no os llamo siervos, os llamo amigos».
La prueba del amor más concreta la hemos visto en el mismo signo que nos dio el Señor durante la última cena con sus discípulos: se ciñó la toalla y les lavó los pies. Es el amor del que sirve, del que se entrega hasta el final, del que no se busca a sí mismo. «Amaos unos a otros». Esta es la lógica sorprendente que espera Dios de nosotros y que el evangelista Juan subraya una y otra vez. El que se siente amado por Dios, el que tiene conciencia de hijo de Dios y hermano de Cristo, tiene un programa de vida clarísimo: tiene que amar a su hermano.
La alegría de Cristo es profunda y seria: es la alegría del que se ha sacrificado por los demás hasta las últimas consecuencias: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud». El que ama encuentra alegría sabiendo servir a los hermanos, como Cristo nos enseñó. Servir siempre con alegría en nuestra vida familiar y social, ahí tenemos muchas ocasiones para ejercitar este primer mandamiento, hecho cercanía, comprensión, perdón, ayuda generosa... Sabemos que es difícil aceptar este estilo de servir a personas de distinta formación, de carácter, cultura, ideología y edad diferentes... Y, sin embargo, la lógica es clara: Dios quiere a todos. Cristo se entregó por todos, por tanto, nosotros debemos amar también con corazón universal. Que se note también en la vida que estamos aprendiendo a amar con el mismo corazón universal de Dios y de Cristo.
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