«Encontré el amor de Dios. Un amor tan grande, que todo en comparación me sabía a poco»
Natalia Guardiola Muñoz, murciana de 29 años, ingresó el pasado 10 de septiembre en el convento de Santa Verónica de las Hermanas Pobres de Santa Clara de Algezares. Hoy comparte su testimonio vocacional con nosotros.
Me presento, soy Natalia, y pertenezco a la fraternidad de las Hermanas Pobres de Santa Clara, en Algezares. Si hoy estoy aquí, es por gracia del Padre. Mis planes de vida eran otros, pero ya se sabe: «Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros y mis planes de vuestros planes», y doy gracias por ello.
Nací en una familia cristiana y numerosa, siendo la segunda de siete hermanos. Siempre he estado rodeada de niños y cuidarlos me ha entusiasmado desde que era pequeña. Por eso estudié Educación Infantil y siempre he querido formar una familia. En lo profesional nunca me ha faltado trabajo, pronto me interesé por la educación libre, crianza respetuosa… y formé parte de proyectos nuevos relacionados con ello. Alcancé reconocimiento por mi trabajo, me independicé, y logré, prácticamente, todas las aspiraciones que me había propuesto. Tenía amigos, dinero, libertad para entrar y salir, viajar y hacer cualquier cosa que me planteara, y en el fondo de todo ello, no encontraba la felicidad. «¿La vida es esto?», me preguntaba. «¿Esto es a lo máximo a lo que aspiro: tener casa, hijos, dinero, vacaciones, amigos, experiencias? ¿Tener, tener, tener…?».
¡Yo no quería tener! Intuía que la vida era otra cosa. No quería conformarme con eso. Yo quería vivir sin poseer, amar sin poseer, en ello había experimentado la verdadera libertad, la verdadera felicidad. Hasta ahora, la vida consagrada no había tenido cabida en mí, no quería ni planteármelo. Tenía miedo. Yo quería donarme, sí, pero también cumplir mi proyecto. Conocía a las hermanas desde hacía años, pero hacía tiempo que no iba a visitarlas; y un día, paseando con una amiga por la Fuensanta le señalé el convento y me dijo que pasáramos a saludarlas, desde entonces cada vez que subía al convento, bajaba feliz.
Fui a un encuentro de chicas un fin de semana, que organizaron las hermanas y me quedé con ganas de más, entonces volví un finde, sola, a la hospedería; y yo, que hasta ese momento tenía miedo de que me cambiaran los planes, tuve tanta paz que dije: «¿Qué es lo peor que me puede pasar, que sea feliz?». Entonces pedí hacer la experiencia, esta vez, viviendo dentro de la casa, con ellas. Ahí encontré una comunidad de hermanas felices dándose. Un lugar en el que me sentía yo misma, amada, auténtica, sin necesidad de llevar máscaras ni aparentar. Una forma de vida en la que viviendo «sin propio» se experimentaba la libertad. Y, sobre todo, encontré el amor de Dios. Un amor tan grande, que todo en comparación me sabía a poco, que mi proyecto de vida me parecía banal. Que renunciar a lo que tenía era nada, a su lado; que lo que aquí encontraba era más.
Aquí he hallado todo lo que andaba buscando por otros lados, la felicidad. Aquí tengo la certeza, la paz de saber que estoy en el sitio que tengo que estar. Tengo los síntomas: la felicidad. Es como la pieza del puzle que intentas encajar aquí o allá con esmero, e incluso a la fuerza, y cuando encuentra su lugar, encaja sin esfuerzo.
Tengo mucho que aprender, esto es solo el comienzo, pero ya he emprendido mi camino, como dice santa Clara: «Con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies, ni se te pegue el polvo del camino, recorre segura y gozosa la senda de la felicidad».
Os deseo a vosotros lo mismo. Natalia.
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