Historia

La presencia de cristianos en la Hispania romana desde el siglo I es muy probable y será en el Concilio de Elvira, celebrado a comienzos del siglo IV, donde aparezca la primera noticia de la presencia de la Iglesia en el Sureste peninsular al referir sus actas la asistencia, entre otros, de Succesus, obispo de Eliocroca, y Eutiques, presbítero de Cartagena. La vida de la Iglesia fue consolidándose durante el final de la Antigüedad tardorromana y el comienzo de la Edad Media y nos ha dejado hermosos vestigios arqueológicos entre los que cabe resaltar el Martyrium de La Alberca, de la primera mitad del siglo IV, o la Basílica y Baptisterio de Algezares, del siglo VI. Entre los obispos de Cartagena de los primeros siglos pueden destacarse los nombres de San Héctor, del año 516, que aparece en las actas del Concilio de Tarragona, o San Liciniano, de los años 582-595, ponderado por sus escritos doctrinales y por la defensa que de sus diocesanos hizo en Constantinopla a donde viajó y donde murió envenenado. Una venerable tradición recuerda también el episcopado, a final del siglo VI, de San Fulgencio, hermano de San Leandro, San Isidoro y Santa Florentina. El territorio de la actual Diócesis de Cartagena conoció la existencia de varias sedes episcopales en la Antigüedad tardía y el comienzo de la Edad Media, como la de Eliocroca o Begastri.

La invasión musulmana interrumpió la presencia cristiana, que se recuperó tras la reconquista en 1243, al incorporarse el Reino de Murcia a la Corona de Castilla y restableciéndose la Diócesis de Cartagena con el obispo Fray Pedro Gallego al frente de la misma. El Papa Nicolás IV trasladó la sede a la ciudad de Murcia en 1289, a lo que se sumó la autorización real de Sancho IV en 1291 estableciéndose la Catedral en la Iglesia de Santa María la Mayor de Murcia. El territorio de la Diócesis se extendería, más allá de sus actuales límites, por territorios de Andalucía, Albacete y Alicante, con presencia muy importante de las órdenes militares, fundamentalmente la de Santiago. El culto a la Santísima Virgen ha constituido, como en la totalidad del territorio español, una nota importantísima en la historia diocesana con advocaciones como la de la Virgen de la Arrixaca o la Virgen de la Fuensanta, patrona de la ciudad de Murcia y su huerta, la Virgen de las Huertas en Lorca, la Virgen de la Caridad en Cartagena o la Inmaculada Concepción en Yecla.

A lo largo del siglo XV se llevó a cabo la mayor fase constructiva de la Catedral de Murcia en estilo gótico, y en este siglo destacan nombres como el de los obispos Pablo de Santa María, Diego de Comentes o Rodrigo de Borja, quien fue elegido Papa, reinando con el nombre de Alejandro VI.

En 1564 Pío IV segregaba parte de la Diócesis de Cartagena creando la Sede de Orihuela. Durante el siglo XVI hubo una importante actividad legislativa para adaptar la vida diocesana a las normativas del Concilio de Trento, destacando los sínodos llevados a cabo por el Obispo Jerónimo Manrique de Lara, y Sancho Dávila, quien trajo a la Santa Iglesia Catedral parte de las reliquias de San Fulgencio, nombrándolo patrono de la Diócesis y fundando bajo su patrocinio el Seminario Conciliar de Murcia, donde se han formado durante siglos los sacerdotes diocesanos.

Las órdenes religiosas, diseminadas por toda la Diócesis, facilitaron la evangelización del territorio. Conventos como el de Santo Domingo de Murcia, fundado en 1265, que llegó a tener Estudio General; el de San Francisco también en la ciudad de Murcia, de 1377, con el anejo Colegio de la Purísima de 1710; el Colegio de San Esteban de la Compañía de Jesús; y otros importantes centros conventuales en ciudades como Cartagena, Lorca, Caravaca o Yecla, sirvieron de importante foco para la formación religiosa e integral del pueblo cristiano. Así mismo la presencia de conventos femeninos aseguraba la vida de oración y oblación continua desde las clausuras murcianas.

A comienzos del siglo XVIII fue especialmente significativo el pontificado del Cardenal Luis Belluga, quien emprendió obras de reforma religiosa y asistencial con varias fundaciones pías. Otros obispos del siglo XVIII, como Tomás José de Montes, Juan Mateo López, Diego de Rojas Contreras o Manuel Rubín de Celis, fueron promotores de importantes obras como el Palacio Episcopal, o el imafronte y terminación de la torre de la Catedral. Durante esa centuria se remodelaron numerosos templos y fue especialmente significativa la contribución del escultor Francisco Salzillo y de la escuela de murciana a la renovación del arte sacro en el esplendor del Barroco.

En el siglo XIX la exclaustración y las leyes desamortizadoras mermaron la presencia de las órdenes religiosas en el territorio diocesano. El Concordato de 1851 determinó que la Diócesis de Cartagena quedara sufragánea de la de Granada, continuando hasta la actualidad. El obispo Mariano Barrio tuvo que hacer frente a las obras de reparación del incendio que asoló buena parte de la Catedral de Murcia en 1854, quedando como prueba de su celo el Gran Órgano Merklin, uno de los pioneros de la organistería sinfónica del siglo XIX.

La persecución religiosa vivida durante la Segunda República y la Guerra Civil hizo de la Diócesis de Cartagena una tierra de mártires, en donde sacerdotes, seminaristas, religiosos y seglares derramaron su sangre por confesar a Cristo, siendo la causa que la propia Diócesis promueve la de 55 mártires, encabezada por el sacerdote José Gómez Llor. La destrucción de buena parte del patrimonio religioso no impidió que durante la posguerra se continuara con entusiasmo el apostolado y la predicación del Reino de Dios, acomodándose el límite de la Diócesis de Cartagena al de la Provincia de Murcia desde la creación de la Diócesis de Albacete y la segregación de los arciprestazgos de Villena y Huercal Overa. En las últimas décadas los pontificados de Ramón Sanahuja, Miguel Roca, Javier Azagra, Manuel Ureña, Juan Antonio Reig y José Manuel Lorca son el testimonio del caminar del pueblo de Dios en la Diócesis de Cartagena, donde han florecido nuevos movimientos de apostolado seglar y diversas realidades en la vida de la Iglesia, bajo el cayado de sus pastores en fidelidad al Santo Padre y a Cristo Rey y Señor de la Historia.