Después de compartir con sus amigos esa cena tan especial; de orar al Padre en el momento más difícil de su vida; de pasar la noche entera sintiéndose despreciado y abandonado por los suyos; después de recibir latigazos y burlas; Jesús toma su cruz y comienza su camino hacia el Calvario. Solo, acompañado de lejos por su madre, Juan y algunas mujeres. Sangrando, dolorido, agotado, humillado, pero sintiéndose profundamente amado por el Padre.
Sobre la espalda lleva el dolor del mundo; las injusticias, el sufrimiento, los miedos de la humanidad… Pero también lleva las veces que le he fallado, que le he negado ante los demás, como Pedro. Jesús cae. El peso de la cruz es insoportable y las fuerzas le fallan. Cae. La tristeza le puede. Cae. Un hombre de Cirene, obligado por los romanos, le ayuda a llevar la cruz. Ya queda poco, unos pasos más.
Al llegar al Calvario Jesús se deja caer, se rinde sobre la cruz. Los clavos traspasan sus manos y pies. La cruz se levanta ante todos. ¡Ahí está el rey de los judíos! De nuevo las burlas. Pero Jesús calla, no recrimina nada, tan solo pronunciará palabras de perdón a quienes le han traicionado y crucificado; palabras de acogida hacia ese ladrón «bueno» con quien compartirá su reino pronto; palabras de donación hacia Juan y su madre; palabras de amor y abandono ante el Padre: «A tus manos encomiendo mi espíritu». Y cesa el sufrimiento. Ya no duelen las heridas. Ya marcha hacia la casa del Padre. Pero ¿todo acaba aquí?
En dos ocasiones escucharemos el relato de la Pasión estos días. La primera vez, este domingo, después de haberle exaltado («¡Bendito el que viene en nombre del Señor!») es repudiado. No, no todo acaba en la cruz, sino que pasa por la cruz, que tras ese día sabemos que es puerta de salvación. ¡Feliz Semana Santa!