Siembra

«¡Qué pereza!», la expresión común y más utilizada por muchos de mis alumnos. Por supuesto que sí saben que la pereza es un pecado capital. La cuestión es que no tienen noción ni conciencia de lo que es pecar. El hecho de pecar no va con ellos, eso es de gente antigua y desfasada. Sin embargo, cuando les explico lo que es, empiezan a razonar y a mostrar conciencia de que hay actos que libremente hacen y son perjudiciales no solo para los demás sino también para ellos.

Explicándoles que pecado procede del latín, de tropiezo o equivocación, pero con la connotación de falta de honor de la cultura romana, empiezan a vislumbrar conceptos como la traición en contraposición al honor, la mentira en contraposición a la verdad, la diligencia en contraposición a la pereza… y así una serie de ofensas que ellos mismos reciben indiscriminadamente, y que han relativizado hasta el punto de que, cuando son ellos los causantes del perjuicio de sus actos, no se lo cuestionan hasta que no se les hace reflexionar un poco (esto mismo «les da pereza»). Admiten, eso sí, lo mucho que les molesta que lo hagan con ellos, pero que como ellos también lo hacen, pues ¿qué más da?

A veces, me consuela oír a algunos alumnos reflexionar sobre lo que dije cierto día sobre cierto tema (este en cuestión) en voz alta en clase y que los compañeros los escuchen con asentimiento y receptivos a esa experiencia que se está compartiendo en clase. Entonces agradezco: hay tierra fértil (Lc 8, 4-8).

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