Indiferencia o violencia no son dos términos antagónicos, pero se convierten en la respuesta generalizada de nuestra sociedad ante los problemas que continuamente la atacan. Sentir que el sufrimiento de otro no va conmigo, porque no me afecta en absoluto (ni física, ni económica, ni emocionalmente), o aprovechar la coyuntura para expresar públicamente con salvajismo sentimientos de odio es algo que de propio debería ser ajeno al ser humano. Lo vemos estos días con la guerra en Gaza y lo sufrimos de cerca hace unos meses en Torre Pacheco. ¿Qué nos pasa?
Qué triste que ante el otro que sufre prioricemos raza, religión, sexo, ideología… qué pena que para los intereses de Occidente no sea lo mismo sufrir guerra y persecución en un país o en otro. «Ningún fin justifica nunca el empleo de medios perversos», ha declarado la Comisión Permanente de los obispos españoles esta semana, clamando por la paz en Gaza y también en otros lugares como Ucrania, Sudán, Myanmar, la región del Sahel, Haití y Nigeria.
El Papa León XIV decía esta semana en la Conferencia Internacional Refugiados y migrantes en nuestra casa común: «Mi venerado predecesor hablaba de la «globalización de la indiferencia», en la que nos acostumbramos al sufrimiento ajeno y ya no intentamos aliviarlo. Esto puede conducir a lo que antes llamé la «globalización de la impotencia», cuando corremos el riesgo de quedarnos inmóviles, silenciosos y tal vez tristes, pensando que no se puede hacer nada ante el sufrimiento de inocentes».
Para esos momentos en los que podamos sentir que es vano nuestro esfuerzo, recordemos a santa Teresa de Calcuta: «A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota».