«Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 19-20).
Reflexionando sobre esta cita me vienen a mi memoria unas palabras que Jesús le dirige a la sierva de Dios madre María Luisa Zancajo de la Mata cuando, explicándole su vocación de victimación de amor, le expresa el deseo de que sea pararrayos de su justicia divina. Lo cuál a priori es hermoso, pero si profundizamos en ese deseo es muy exigente para vivirlo.
Al conocer este deseo nos podría surgir una duda: ¿cómo puedo ser pararrayos de la justicia de Dios? Esto tiene una rápida pero profunda respuesta: aceptar en mí todo aquello que Dios me quiera mandar, bueno o malo, y vivirlo desde el amor. Lo mismo que hizo Cristo, que aprendió sufriendo a obedecer (Hb 5, 8) la voluntad del Padre. Esto lo comprendió muy bien la madre María Luisa; por eso llegaría a decir «un día sin sufrimiento es un día perdido». Porque se dio cuenta de que, si había un día que no hubiera vivido desde el amor el sufrimiento o los desafíos que Dios le mandaba, no había respondido a su vocación de ser víctima de amor.
Ser pararrayos de Dios significa sufrir en mí lo que a otros les tocaría vivir por su vida de pecados y excesos, es decir, asumir en mí la responsabilidad de la conducta de otros. Es una entrega generosa y amorosa como lo fue la de Cristo en la cruz.
¿Te atreverías a aceptar ese reto?