Liderar o confundir, ¿cuál es el verdadero objetivo?

Podríamos definir el liderazgo como la capacidad de una persona para influir, guiar y motivar a un grupo de personas para conseguir una meta común. Un líder, por tanto, tiene una mayor responsabilidad y ha de contar con unas cualidades que le hacen especial para desarrollar ese rol: confianza en sí mismo y en los demás, habilidades de comunicación, compromiso, capacidad para motivar, escucha activa, coherencia entre sus palabras y acciones, pasión por lo que hace…

Sin embargo, no estamos muy acostumbrados a este tipo de liderazgo. Un líder no divide, sino que crea comunión, integra, tiende puentes, sale al encuentro de los que no le conocen; un líder no tiene la mirada perdida y la sonrisa burlesca, sino que sus ojos brillan y su sonrisa es sincera; un líder no miente y se aprovecha de su posición, sino que se ciñe la toalla a la cintura, se abaja y sirve; un líder no tiene un ego desmedido, sino que promueve el protagonismo de los suyos para que desarrollen sus capacidades y talentos; un líder no se esconde, no se asusta y huye, sino que se posiciona al frente de los suyos, hasta incluso dar la vida por ellos.

Solo hay un líder que no defrauda, solo hay uno que rompe con todos los esquemas a los que la sociedad nos tiene mal acostumbrados. Plenamente hombre, al que aspirar y a quien imitar; y plenamente Dios, en comunión y comunicación de amor trinitario con el Creador y el Paráclito. Camino, Verdad y Vida, en nadie más en quien poner nuestra esperanza: «Señor y Dios mío, en ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: «Id, bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», si no fueras Trinidad. Y no mandarías a tus siervos ser bautizados, mi Dios y Señor, en nombre de quien no es Dios y Señor» (La Trinidad, San Agustín).

Otros artículos

Ser al menos una gota en el mar

«No soy contagioso, pero él no lo sabía»

Yo sí soy el guardián de mi hermano