La Capilla Sixtina ha brillado de manera especial durante estos días en los que se elegía a un nuevo Papa. Los frescos de Miguel Ángel captaban las miradas de los millones de católicos que contemplaban las cuidadas tomas que la televisión vaticana ofrecía al mundo entero. Sin embargo, una escena del friso intermedio de la capilla cobró un protagonismo inaudito: la Entrega de las llaves a san Pedro, del Perugino. Perteneciente a la serie de pinturas que narran acontecimientos sobre Moisés y Cristo, con el fin de mostrar la continuidad de la Antigua y Nueva Alianza. Estas escenas pretendían consolidar mediante una cuidada hermenéutica la legitimidad de los sucesores de Pedro, su supremacía y, sin duda, su infalibilidad. No hay que olvidar la autoridad que envolvía la figura de los pontífices durante la Edad Moderna. Además, esta escena se enfrenta a El castigo de los rebeldes por Moisés, de Botticelli, con toda la elocuencia que ello conlleva para quienes se oponen a la autoridad del Papa. En el centro de la composición, ante un simbólico templo de Jerusalén –imagen de la sede de Roma–, de planta octogonal, número de la resurrección, Cristo se yergue majestuosamente ante un Pedro arrodillado que recibe las llaves, y con ellas todo el peso de la Iglesia, ante la mirada del resto de los apóstoles.
Quién sabe si el cardenal Prevost pudo haber mirado de reojo esta escena, contemplando aquellas llaves doradas del fresco del Perugino, mientras salía de la Capilla Sixtina como León XIV, como aquel Pedro que, inclinado ante Jesús, recibía las riendas de la Iglesia dos mil años después.