Casi siempre, la vocación, la llamada de Dios se produce en lo cotidiano, en lo sencillo, sin estruendos ni numeritos, como aquel «rumor de una brisa suave» (Re 19, 12) que sintió Elías. Dios sale a nuestro encuentro de muchísimas maneras, casi siempre, la más visible es a través del testimonio de otros. Por lo tanto, nuestro testimonio, nuestra coherencia de vida, puede atraer o escandalizar a otros, y ya nos recuerda Lucas las palabras del Maestro sobre lo segundo: «Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de moler y lo precipitaran al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños» (17, 2).
El evangelio de este domingo nos recuerda que estamos llamados a ser pescadores de hombres, todos, no solo aquellos primeros amigos de Jesús. Cristo nos llama por nuestro nombre, en nuestro aquí y ahora, como nos recuerda aquella canción, para muchos pasada de moda, pero que a mí consigue siempre quebrarme la voz: «Señor, me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre».
¿Para quién soy? Es la pregunta que este fin de semana centra la actividad del congreso vocacional que se realiza en Madrid. Una pregunta que deberíamos realizarnos más a menudo. Si la respuesta es «de y para Cristo», ¿qué temer entonces? Dice mi amigo Miguel que dejarnos en las manos de Dios a veces puede hacernos sentir como si no hubiera suelo bajo nuestros pies, pero que, en realidad, caminamos sobre sus manos. El miedo sin duda surge porque no hay una verdadera confianza, como la que tienen los niños en brazos de sus padres, como recuerda mi querida Edith: «No es la confianza segura de sí misma del hombre que, con su propia fuerza, se mantiene de pie sobre un suelo firme, sino la seguridad suave y alegre del niño que reposa sobre un brazo fuerte».