La verdadera academia

El conocimiento, durante siglos, caminó del brazo de la Iglesia. No por casualidad, sino porque nadie más podía custodiarlo. Fueron los monjes, en la penumbra de los scriptorium, quienes salvaron lo que quedaba del mundo antiguo mientras afuera mandaban las espadas y las epidemias. Allí, a golpe de pluma y tintero, copiaban a Aristóteles y a Cicerón, se levantaban bibliotecas repletas de pergaminos con olor a incienso, y se encendía la primera chispa de lo que luego serían universidades y cátedras. No eran refugios de superstición, como nos pretenden pintar las sociedades desacralizadas, sino talleres de sabiduría donde la fe y la razón convivían en perfecta armonía.

La Iglesia fue, al mismo tiempo, depósito de fe y archivo de conocimiento. Porque no se trataba de abarcar más disciplinas, sino de reflejar la lección primera: la verdad, la belleza y la bondad eran huellas de lo divino. De ahí que los antiguos afirmaran sin temblar que la verdad estaba en los libros, porque los libros, al fin y al cabo, eran un espejo de lo que Dios había creado. Y comprender el mundo era, en definitiva, comprender a Dios. El mundo contemporáneo ha decidido otra cosa. La academia, el conocimiento y lo cristiano caminan ahora por sendas separadas, como si fueran incompatibles. La fe se arrincona como un estorbo, la sabiduría se mide en estadísticas, y la verdad se confunde con opinión. Nadie recuerda que toda la cultura que hoy presume de laica nació de esa religión que anunciaba al hombre una certeza: que la Verdad, con mayúscula, lo hacía libre. Lo demás –la ciencia, la literatura, la filosofía– vino después, como frutos de un mismo tronco que muchos, hoy, se empeñan en negar.

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