Mañana celebramos el Día de Todos los Santos y, al día siguiente, conmemoramos a todos nuestros difuntos.
No sé si a vosotros os pasa, pero en nuestra sociedad se da una especie de dicotomía con respecto a la muerte: por un lado, la noche del 31 de octubre cada vez más gente se disfraza de muerto y sale a la calle; por otro, cada vez vemos menos personas en los velatorios, porque nos cuesta mucho reconocer que somos finitos, que tenemos un principio y un fin, y que sí, también la gente que queremos se muere.
El otro día tuve una conversación con un hombre –un hombre bueno– que me preguntaba qué podía hacer para sentirse más cerca de su mujer, que había fallecido hacía apenas un año. Lo escuché con atención, lo miré con cariño, sabiendo que no podía consolar lo que él sentía. Pero pensé: qué bonita es la huella del amor. Lo único que le dije fue que el cielo existía, y que, si su mujer estaba en el cielo, ella ya estaba con Jesús. Le dije que, para estar más cerca de su mujer, lo mejor que podía hacer era acercarse mucho a Jesús.
Quizás eso es lo más bonico que tiene la muerte: que nos acerca más al único que puede darnos vida; que nos enseña que el amor, a veces, duele, pero que siempre permanece.
Yo no celebro la muerte. Celebro que existe un cielo donde me esperan muchas personas a las que he querido y que quiero con toda mi alma, que ellas ya disfrutan del Amor de los amores y que algún día yo disfrutaré con ellas.