«Lo mejor no siempre es lo que más nos gusta». Es una frase que uso mucho en clase y mis alumnos siempre piensan que con ellos no va eso de elegir lo mejor.
El plan divino es lo mejor para nosotros y todo aquello que te aparte de él puede gustarte por ser mundano, pero por supuesto no te ayuda para tu salvación.
Es cierto que el demonio se presenta goloso, suculento, atractivo, complaciente, muy sibilino para confundir y con el propósito firme de apartarnos de Dios. Siendo esto así, la cosa se complica porque, aunque tengamos grabado en nuestra alma el amor de Dios, estamos rodeados del mundo y esta, nuestra vida, es la oportunidad de perfeccionar nuestra alma para volver al amor originario de nuestro Creador.
Volviendo a la frase del principio, mi madre nos dice otra similar: «Haz siempre lo mejor y no te importe el qué dirán». Y la vida me ha ido enseñando que lo mejor es sinónimo de lo correcto, de lo bueno, de lo que Dios quiere para mí. Me he frustrado en ocasiones y eso mismo me ha hecho crecer y madurar, cultivar la paciencia y el respeto a los demás intentando no juzgar a la persona, sino actuar en consecuencia con la responsabilidad de esos actos.
Mis alumnos, la inmensa mayoría, viven ajenos a estas reflexiones, a esta forma de vida. La frustración como aprendizaje y fortalecimiento de la voluntad no les gusta, no la aceptan siquiera; quieren lo que les gusta (cf. Rom 8, 28).