Fe que acaricia y abraza

En la vida todo parece medirse: el tiempo, los éxitos, los fracasos. Incluso a veces nos tomamos la libertad de medir la fe de los demás, como si fuese posible ponerla en una balanza. El Papa Francisco nos invita a reflexionar sobre esto: «Es mejor tener una fe imperfecta pero humilde, que siempre vuelve a Jesús, que una fe fuerte pero presuntuosa, que nos hace orgullosos y arrogantes». 

Pienso en personas cercanas, que, aunque no lo saben, son las mejores, ya que a pesar de las dificultades de la vida y las dudas que otros les siembran, viven su fe con humildad. Ellas han experimentado la caricia del Padre y eso las impulsa a acariciar la pobreza, a abrazar la miseria más absoluta. Lo hacen como María abrazó a su Hijo: con un amor sin juicio, sin represalias, solo ternura y dignidad. 

Estas personas a veces dudan, pero sé que son Iglesia viva. No por su perfección, sino porque su fe, aunque a veces se tambalee, siempre las lleva de vuelta al Padre. Ellas no son conscientes de cómo, con cada uno de sus gestos, iluminan el Evangelio, encarnando un amor que no presume ni busca reconocimiento. 

En un mundo que mide, compara y critica, su testimonio es un recordatorio de que la verdadera fe no es aquella que nunca duda, sino la que, aun rota o herida, se aferra a Dios. Esa fe imperfecta y humilde, como dijo el Papa, es la que realmente construye el reino: una fe que abraza, acaricia y dignifica. ¿Cómo es tu fe? ¿Cómo quieres que sea?

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