«Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (Rm 4, 18). La esperanza es como un «ancla del alma», segura y firme, «que penetra (…), adonde entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6, 19-20). La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo (CEC 1817).
En una realidad en la que la esperanza está anclada en el dinero, la belleza, el poder y en vivir eternamente en este mundo físico, parece que hablar de una esperanza en una existencia personal como es la realidad de Dios, es referirse a una utopía inexistente y pasada de moda. De hecho, no pocos cristianos sienten vergüenza de decir y demostrar que lo son y por ello en muchas ocasiones viven de una manera tan mediocre o insulsa, que poco a poco les aleja cada vez más de Dios. Llenando sus vidas de una gran tristeza y vacío existencial. Destruyendo con esa forma de vivir poco a poco la esperanza en la vida eterna que Dios nos ofrece y que abrió con el sacrificio de Jesús en la Cruz y con su resurrección (1 Pe 3, 18).
Para combatir esta vivencia mediocre y sosa es necesario reavivar la experiencia del Bautismo en nuestra vida. Con ello nos llenaremos de la verdadera esperanza en el amor personal y trinitario de Dios. ¿Dónde tienes puesta tu esperanza?