La decisión de amar para siempre

Mires donde mires hoy todo te habla de amor, o al menos ese es el gancho. Hoy habrá parejas que celebren su primer san Valentín; quienes lo hagan como una tradición arraigada, con la pareja del año pasado o con otra; quienes suspiren o rabien por no tener con quién celebrarlo; o quienes se nieguen a dedicar tan solo un día al año a festejar su amor. 

Yo creo que cualquier oportunidad es bonita y propicia para celebrar el amor, pero el amor de verdad (más allá de si es un amor romántico o no). La donación sincera, el amor que es paciente y que no se engríe, que no lleva cuentas del mal (cf 1 Co, 13); ese está feo que no se celebre a diario. 

Hace unos años, en la boda de unos amigos, el sacerdote (un hombre sabio y de sonrisa perenne) insistía en que lo que estábamos celebrando no era solo el amor de una pareja, sino la decisión de ambos de seguir amándose el resto de sus vidas. Ahí está lo radical: te elijo a ti y me comprometo a seguir eligiéndote cada día; a pesar de los miles y miles de pesares que surgirán en la convivencia diaria, y de los avatares que traerá la vida, decido seguir eligiéndote. 

Es normal que en una sociedad en la que todo es efímero, volátil, pasajero, el compromiso de por vida asuste, pero hay una tremenda belleza en ese riesgo, ¿no? En este día en el que corazones de diferentes colores y tamaños decoran todo a nuestro alrededor sería bonito recordar aquellos que laten por nosotros y que se nos escape algún «te quiero». Recordando también algo vital: que hay un corazón que siempre latirá por ti, pase lo que pase, y que nosotros sabemos que el símbolo del amor no es un corazón, sino la cruz. 

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