Que todos sean uno

«Única es la Iglesia fundada por Cristo Señor, aun cuando son muchas las comuniones cristianas que se presentan a los hombres como la herencia de Jesucristo». Así explica el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo que «promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos» es uno de los fines principales que se propuso el Concilio Vaticano II. 

Este decreto plantea varios temas para poder llevar a cabo el diálogo ecuménico para la verdadera unidad de los cristianos, destacando que la fe en Dios Trino, el reconocimiento de Jesucristo como Señor y Salvador, y un mismo bautismo son los pilares que sustentan esta unión. La Iglesia católica reconoce también que puede haber signos de salvación en las Iglesias separadas. Asimismo, remarca que la sucesión apostólica, el primado de Pedro y los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, son indispensables en la Iglesia de Cristo. Los temas centrales del Concilio Vaticano II resuenan también con respecto al ecumenismo, fomentando la conversión y renovación de la Iglesia; además, subraya la necesidad de formación, oración y cercanía a los hermanos separados; e invita a la oración y al diálogo, siendo siempre fiel a la propia confesión. 

Sesenta años después de su promulgación me sorprende que todavía haya entre nosotros personas que se escandalicen cuando se realizan momentos de oración y encuentro con hermanos separados, cuando hablamos de ecumenismo (movimiento que surge del Espíritu Santo para restablecer la unidad de los cristianos). Me lleva a recordar aquella oración que Jesús elevó al Padre, en la víspera de su muerte: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). 

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