Hoy me atrevo a exhortarte a ti que estás leyendo, precisamente a ti, a que te dejes querer.
Este arrebato de audacia obedece a que, como sabes sin duda, al final de esta vida nos van a examinar de amor, de nada más. Y ahí nos jugamos la eternidad, esa que ya puedes gustar de alguna manera.
Y permíteme, ya que has seguido leyendo, que te recuerde una obviedad: nadie da lo que no tiene. Y si en el examen finalísimo quieres llevar en tus manos un poco de amor, ¿de dónde piensas sacarlo? ¿Tantos méritos acumulas?
Te sugiero la oración. Ya sé que andas liadísimo, que si tu hijo o la reunión de arciprestazgo; que si tu marido o el capítulo general; que si el plan pastoral o el pesado de tu jefe; que llegas a casa reventada y entonces, casi sin tiempo de descalzarte y ponerte las zapatillas, ves que tienes tres llamadas perdidas; que no te salen las cuentas; que te quedan trece minutos apenas para volver al tajo y no has abierto el bocadillo. Llevas más de lo que puedes, de lo que debes, de lo que sería justo.
Precisamente por eso me atrevo a pedirte: ¡arrodíllate! Déjate abrazar por el Amor de los amores, descansa en él, recupera fuerzas. Deja en sus manos todo y, sobre todo, déjate tú en sus manos. Él te va a dar la mejor versión de ti.
Nadie da lo que no tiene. Si no te llenas de Amor, ¿qué vas a dar?