Cuando la confesión no sale como esperaba

Me acerqué al confesionario con prisa. No me había preparado bien, pero pensé que bastaría con dejarme llevar. Sin embargo, al empezar, me quedé en blanco. No podía centrarme, me costaba ordenar las ideas, y mientras intentaba recordar mis faltas, mi mente divagaba en cosas externas: tareas por hacer, preocupaciones, distracciones. Salí con la sensación de que aquella confesión no había servido de nada. Me sentí avergonzada, como si no hubiera sabido aprovechar el momento. ¿Te ha pasado alguna vez? 

La confesión es un regalo, pero no siempre la vivimos con la paz que quisiéramos. A veces, los nervios nos traicionan, nos cuesta expresar lo que llevamos dentro o salimos con la sensación de que no hemos aprovechado el sacramento. Sin embargo, incluso cuando no es «perfecta», la confesión nunca es en vano. 

¿Qué podemos hacer para vivir mejor este encuentro con la misericordia de Dios? Primero, prepararnos bien. No se trata solo de hacer una lista de pecados, sino de hacer silencio interior, examinar el corazón con sinceridad y confianza. Segundo, recordar que el sacerdote es un instrumento de Dios. No importa si nos trabamos o si nos cuesta hablar; lo esencial es la intención de reconciliarnos. Y tercero, confiar en la gracia del sacramento. La confesión no depende de lo bien que la hagamos, sino del amor de Dios, que siempre nos acoge y perdona. 

Si alguna vez has salido del confesionario con sensación de vacío, no te preocupes: Dios no nos pide perfección, sino un corazón dispuesto. A veces sentimos que no lo hicimos bien, pero lo más importante ya ha sucedido: nos hemos puesto en sus manos. Y él siempre nos da otra oportunidad. 

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