Entre las miles de imágenes que pudimos ver tras la muerte del Papa Francisco, hubo una que me llamó la atención: la de sus zapatos gastados con los que quiso ser enterrado y que llevó durante todo su pontificado. Se veían zapatos viejos, sin brillo, y seguro que muy usados por el esfuerzo de tanto andar, buscar y servir. Zapatos que no olían a poder, sino a vida entregada a los demás, especialmente a los pobres, que ahora se quedan huérfanos de su abrazo.
¡Qué bueno pensar que, cuando el Padre se encontró con Francisco y lo abrazó con fuerza, vio en aquellos desgastados zapatos el amor de quien siempre caminó haciéndose prójimo de todos! Con sus pasos, Francisco nos enseñó que la fraternidad era el camino al que Dios lo llamó: reconociendo a todos como hermanos y hermanas, vendando heridas que nadie quiso tocar, abriendo caminos donde otros solo veían muros, alentando el cuidado de la casa común que Dios nos confió, caminando con los que caían, siendo hospital de campaña donde cabíamos todos, todos, todos, y abrazando con ternura a los descartados en las periferias.
Francisco nos deja la huella silenciosa e imborrable de sus pasos, como los de aquella tarde en la plaza vacía de San Pedro en plena pandemia; pasos desgastados por amor, misericordia y fidelidad a Jesús.
Querido Francisco, ten por seguro que cuando el Padre miró tus zapatos, ya sabía que tu camino había sido Evangelio hecho vida. Ojalá que, cuando Dios mire nuestros zapatos, encuentre en ellos un camino andado en esa dirección. Seguimos rezando por ti. Sigue rezando por nosotros, como siempre hiciste.