El tema que estos días llena informativos, páginas de internet, portadas de periódicos o tertulias en la radio nos habla de aranceles, de impuestos, de enriquecerme a costa del que no es de los míos. Todo con el objetivo de ser más fuerte, más poderoso, más rico. Sin embargo, ¿quién soy yo sino alguien con respecto a otro que es diferente a mí?
A pesar de llevar milenios sobre la tierra, el ser humano sigue empeñándose en levantar muros, construir fortalezas que le aíslen de «los otros»; radicalizar las diferencias para separarse cada vez más de aquel que no es o no piensa como yo. Movido todo por un sentir de superioridad moral que suele desembocar en disimuladas teorías raciales. Y así, en lugar de crecer, parece que no hagamos otra cosa más que retroceder y repetir los mismos errores que antaño, desdibujados hoy entre nuevos disfraces.
Y mientras seguimos añadiendo dolor a un mundo, que de por sí ya se encuentra bastante malherido, pervive a pesar de todo aquel mensaje: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13, 34). Aquí se encierra la clave de todo: no hay medida, porque el porcentaje de este «arancel» es la donación absoluta y desinteresada de uno mismo.
A las puertas, prácticamente, de iniciar la Semana Santa, de celebrar el Triduo Pascual, sabiendo qué es lo que nos identifica como cristianos en medio del mundo, deberíamos ser más conscientes de que estamos llamados a ser constructores de puentes; recordándonos constantemente al mirar al Crucificado que «para el amor no debe existir medida» (Madre Amalia Martín de la Escalera).