Basta echar un vistazo somero a la calle de cualquier ciudad para verlos. Cada amanecer aparecen bajo revoltillos sucios de cartones y mantas, zapatos reutilizados y cartones de vino en cualquier rincón un poco abrigado, tan sobrados de frío y mugre como faltos de atención. Paso a su lado apresurando el paso, mirando de reojo o sin mirar, haciendo como que no veo, pero están ahí.
Después de desalojar a los enfermos en hospitales, a los viejos en asilos, a los discapacitados en residencias y a los muertos en tanatorios hemos conseguido casi despejar el paisaje urbano de dolor. Curiosamente todos estos calvarios suelen estar en las afueras.
Pero la realidad es tozuda y por las grietas del sistema se escapan migrantes sin nido, enfermos mentales que acaban en la calle, o vecinos estupendos –como tú y como yo– que no han soportado el enésimo golpe en su vida y caen en cualquier acera con lo puesto menos las ganas de volver a levantarse. Enfermedad, desempleo, divorcio, ruina y fracasos diversos constituyen verdaderas flagelaciones que dejan en carne viva a tanto cristo golpeado, aplastado por una cruz que pesa como el pecado del mundo, ayunos de cireneo y hartos de desprecio propio y ajeno.
Todos esos «lázaros» esperan engañar su hambre atrasada con las migajas de pan y de afecto que caen de nuestras mesas sobradas, pero ni siquiera nuestros perros lamen sus llagas en un Viernes Santo agotador. Llegará la Pascua tras la Cuaresma. Y después mi juicio.