Asegura el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han, reciente premio Princesa de Asturias, que «el rito es al tiempo lo que el hogar al espacio». Me encanta la lucidez del pensamiento porque, efectivamente, los ritos nos fascinan al facilitar la comprensión del acto ritualizado y nos hacen sentir cómodos, como en casa.
Todos hemos experimentado al participar en una misa celebrada en una lengua desconocida que podemos seguir sin dificultad la celebración. En el peor de los casos nos perderemos buena parte, pero incluso entonces experimentamos «calor de hogar», la comodidad doméstica de sentir que los allí presentes son de los nuestros, la sensación de comunidad.
Es cierto que el rito no es patrimonio exclusivo de las religiones. Hay cientos de ritos no religiosos: soplar las velas en una tarta, comer doce uvas en año nuevo o juntarse en un punto determinado de la ciudad celebrando un éxito deportivo. Frecuentemente entonamos himnos y hacemos gestos que fuera de ese contexto pierden sentido.
Lo curioso, y cada vez más frecuente, es el afán de trasladar ritos religiosos a ámbitos paganos. Ejemplos no nos faltan: desde matrimonios civiles que se hacen la foto aparentando salir de la iglesia, hasta bautizos y comuniones «por lo civil», incluidos el atuendo socialmente convenido, banquete, reportaje y regalos.
Debe hacer mucho frío ahí fuera para repetir contorsiones carnavalescas, por más que se asuma con aparente naturalidad, la sesión de autoengaño complaciente. Y a nosotros solo nos queda acoger mejor y amar más a los propios y a los ajenos, ser discípulos humildes del Inimitable.