«Los momentos más felices en el seminario han sido cuando no he tenido tiempo para mí»
En la parroquia de San Francisco Javier de Murcia, donde sirve como diácono, Pablo Martínez García ve la obra que Dios ha hecho en él y se reafirma en su vocación.
El Camino Neocatecumenal fue el lugar donde Pablo Martínez García, alicantino de 25 años, creció en la fe; de la mano de su madre. En la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid, en 2011, fue donde empezó a rondar la idea del sacerdocio en su cabeza. Acudió a aquella peregrinación con la parroquia sin grandes expectativas, pero se sintió muy impresionado por la experiencia y el ambiente de Cuatro Vientos, donde tenía lugar el encuentro con el Papa. Después participó en un encuentro con Kiko Argüello en Cibeles donde él empezó a sentirse inquieto y nervioso, sin saber por qué: «En el momento de pedir vocaciones al sacerdocio me turbé y pensé: ojo, que puede ser», cuenta Pablo.
Pero no dijo nada y, en su día a día, en su vivencia de la fe en comunidad, poco a poco sintió como aquella inquietud iba tomando forma. Después del verano, fue a una convivencia vocacional. Allí pidió «una palabra», en la oración, y abrió la Biblia al azar y se encontró con esto: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones. Yo repuse: ¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que solo soy un niño. El Señor me contestó: No digas que eres un niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte, oráculo del Señor». (Jeremías 1, 5-8). Era la llamada del profeta Jeremías.
«Cerré la biblia, me puse a llorar, decidí rotundamente que yo no me movía de donde estaba, pero luego cuando pidieron vocaciones para el seminario, me levanté y di mi disponibilidad». Aunque con incertidumbre, Pablo puso su vida a disposición de la Iglesia y de la llamada que había sentido. Una decisión aceptada tanto en su casa como en la parroquia, pero en el instituto y entre sus amigos, no era tan favorable; por lo que empezó un tiempo de rechazo a su vocación: «Oía lo que se dice: para ser feliz hace falta dinero, una novia, triunfar, un buen trabajo… entonces yo durante todo ese año me construí una vida en la que se supone que tenía que ser feliz: me eché una novia, trabajaba en la cantina del instituto, estaba en el equipo de futbol… tenía todo lo que un zagal de 16 años podía tener».
Pero la enfermedad le hizo parar, hacer un alto en el camino: «Todo lo que me había construido durante ese año desapareció, y el Señor me regaló ver que lo que permanecía era lo que él me había dado: mi familia y mis hermanos de comunidad». Pablo cuenta que durante este tiempo que estuvo convaleciente su padre se convirtió y su hermano también se acercó a la Iglesia.
«Una noche estaba en la cama con fiebre, no podía dormir, y fui a la biblioteca de mi casa y cogí un libro, el libro más finito que había -no había leído un libro en mi vida-. Era el Kerigma de Kiko Argüello. Me lo leí, no sé ni por qué, y cuando terminé de leérmelo dije: Señor, hazlo conmigo». Al recuperarse de aquel tiempo de enfermedad, participó en un encuentro paralelo a la JMJ de Brasil, en el que se retransmitió la Eucaristía presidida por el Papa Francisco. Él acudió dispuesto a abrir su corazón a Dios, y este le dio un vuelco cuando se encontró, providencialmente, que la primera lectura era la llamada de Jeremías. «Ahí me rompí», recuerda el diácono. «Vi que el Señor me quería, aun cuando yo le había rechazado. Y decidí volver a poner mi vida a disponibilidad de la Iglesia, pensando que mi vocación era el sacerdocio». Y tras esto entró en el Seminario Redemptoris Mater, en primer lugar, en Castellón, pero tuvo que volver a la casa de sus padres tras un año. Otro año más tarde ingresó en el de Murcia, y allí se ha formado durante siete años.
«En este tiempo en el seminario he estado muy contengo, sobre todo porque he visto que yo no he hecho la obra, que la ha hecho el Señor. Y he visto que él ha estirado el tiempo. Los tiempos más felices que recuerdo del seminario han sido cuando no he tenido tiempo para mí», cuenta.
Desde su ordenación diaconal, en el mes de julio, está sirviendo en la parroquia de San Francisco Javier de Murcia, donde todo vuelve a retomar su sentido: «Esto me llena de alegría, me invita a la conversión, a vivir esta fe y a vivir la alegría de que Cristo ha resucitado, que sigue vivo, y puedo verlo patente en esos hermanos a los que intento servir».
Susana Mendoza BernalLicenciada en Periodismo. Redactora de la Delegación de Medios y responsable de redes sociales. Volver a noticias
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