A veces la vida te pone delante momentos que no esperas pero que te interpelan profundamente. Soy cofrade desde que tengo uso de razón y he vivido muchas procesiones, muchas celebraciones litúrgicas, muchos traslados. Pero hay algo en esta ocasión, en la Procesión Magna del Jubileo de las Cofradías, que me toca más adentro.
No sabría decir si es por el paso del tiempo, por lo que he vivido como Iglesia, por mis experiencias cofrades… o simplemente porque cuando una imagen sale a la calle, también sale algo de lo que somos nosotros. Lo cierto es que esta vez lo vivo distinto: más despacio, más agradecida, más atenta.
No todos los días se nos regala algo así. Volver a salir a la calle, como Iglesia, como cofradías, ya es un regalo; pero hacerlo junto a hermanos de toda la Diócesis, eso es mucho más. Es un momento que nos pide detenernos y mirar más allá de lo que pueda suceder en la calle.
Yo lo hago desde dentro, desde mi historia de cofrade, desde esa fidelidad inquebrantable al Resucitado que he aprendido a lo largo de los años, de la mano de mi familia. Pensar que «mi Cristo» procesionará entre devociones tan distintas, pero tan profundas y verdaderas, me encoge el corazón.
Es un momento histórico, pero también es íntimo, porque no se trata solo de organizar, de desfilar, de mirar; se trata de dejarnos tocar, de peregrinar juntos, caminar hacia el mismo centro. Y en ese centro, está Él, el que nos convoca, el que nos une, el que vuelve a pasar, no solo por nuestras calles, sino por nuestra vida.