En un ejercicio de profunda introspección, un alumno me preguntó si yo había mentido alguna vez. Sí, los alumnos hacen esas preguntas, sobre todo, cuando quieren distraer la atención del profesor y de esta manera descansamos de la materia, dicen. En un primer momento me sorprendió la cuestión, pues no me esperaba ni la pregunta, ni mucho menos el contenido de la misma.
¿Y qué le contesto? Empecé a hacer un recorrido desde mi infancia y me vi de seis años en la puerta del colegio informando a mi abuela: «El maestro no me ha mandado deberes». Afortunadamente, ella no se creía mis mentirijillas, como las llamábamos en mi época. También me vi mintiendo sobre mi peso en la consulta del médico a los quince años, otro que no se tragó mi embuste. Y así, recorrí varios momentos de mi vida en los que la mentira ha estado presente. Rápidamente, también supe el motivo de aquellas falsedades: la mentira siempre esconde inseguridad, miedo al fracaso, afán de superación, en definitiva, detrás de la mentira está nuestro ego protegiendo una parte vulnerable de nuestra debilidad.
Entonces, miré a los ojos a mi avispado alumno y le dije que sí, que había mentido muchas veces, las mismas en las que no había estado segura del amor de los demás, las mismas veces que había creído fracasar. Pero añadí que en todas esas ocasiones en las que me había apartado de Dios, había escuchado con voz firme: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Y en esa batalla sigo.