¿Cuál es tu pobreza?

«No me importa que no me den dinero, pero que por lo menos me contesten hola, buenos días, buenas tardes…». Era lo que le comentaba el miércoles por la tarde un hombre que pedía en la calle a otro que charlaba con él. En un trayecto de apenas 300 metros me crucé por la Gran Vía de Murcia a seis personas mendigando. Cinco tenían un cartel que explicaba su situación y en algunos casos lo primero que se leía era una disculpa. Me vinieron a la cabeza diferentes situaciones desesperantes por las que una persona puede abajarse tanto como para pedir limosna en la calle, y también pensé en lo fácil y rápido que puede cambiar nuestra vida: en un instante puede tocarnos la lotería y pasar de tener apuros económicos a ser millonarios; y en una fracción de segundo la muerte de un ser querido, una enfermedad, la pérdida de un trabajo, una ruptura, la dificultad para gestionar las emociones, puede desestabilizar el suelo que pisamos y derrumbarlo todo.

La pobreza, esa realidad a la que ni siquiera queremos mirar de reojo por si nos salpica o nos implica, golpea a una de cada cuatro personas en nuestro país que están en riesgo de pobreza o exclusión social, unos doce millones y medio de personas, de las que dos millones trescientos mil son niños y adolescentes. Pobreza económica de quien no tiene más remedio que pedir ayuda a la administración pública, a la Iglesia, a organizaciones de caridad o a cualquiera con el que se cruce; y pobreza emocional de quien es incapaz de mirar a los ojos y devolver un saludo, de quien no puede tolerar la estética mendicante porque no es nada cool. Tan solo habría una pobreza que tendríamos que potenciar para eliminar las otras: la evangélica. Vivir con sencillez, siendo generosos, con desapego por todo lo material y dependiendo tan solo de Dios.

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