Hace un tiempo escuché una anécdota que contaba Sebastián Mora, anterior secretario de Cáritas Española. Un amigo suyo, ateo, le decía: «Vosotros, los cristianos, tenéis el mejor mensaje que ofrecer al mundo: «Amaos unos a otros». El problema es que os falta ponerlo en marcha».
No pude evitar quedarme pensando en esa frase. Tiene razón. El amor fraterno, la fraternidad universal, es el corazón del Evangelio y, sin embargo, muchas veces lo traicionamos con nuestras actitudes diarias. Dentro de la Iglesia se repiten escenas que contradicen lo que predicamos: obispos que no aciertan a cuidar a sus curas, curas que no escuchan a los laicos, laicos que van por libre sin sentirse parte de un cuerpo común… y, como si no bastara, el eterno veneno del cotilleo. El Papa Francisco lo señaló en más de una ocasión, advirtiendo que el chisme puede destruir comunidades enteras.
El mensaje cristiano no es complicado de entender, pero sí muy difícil de vivir. Porque amar al otro significa salir de uno mismo, renunciar a la comodidad, perdonar cuando duele, cuidar cuando no apetece. Y eso es algo que ni obispos, ni curas, ni religiosos, ni laicos logramos cumplir siempre.
Pienso que el mundo no necesita discursos perfectos ni teorías elaboradas, sino comunidades que muestren con hechos que el amor mutuo es posible.
Quizás por ahí empiece nuestra verdadera conversión: menos palabras, menos reproches, menos críticas, y más gestos de cuidado, de escucha y de servicio. El Evangelio será creíble por lo bien que lo vivamos. ¿Cómo vives el Evangelio en tu vida cotidiana?