Soy de esas personas que hace listas, lo reconozco. Listas para la compra, para lo que tengo que hacer en el día, para los proyectos pendientes, pero sobre todo para no olvidarme de nada. En un cuaderno que dejo sobre la mesilla de noche, en el móvil, en un rincón del cajón del mueble del salón… siempre hay una lista empezada. Es mi forma de intentar poner orden al caos, de no perder el hilo en medio de tantas cosas.
A veces también hago listas interiores: de intenciones, de personas por las que quiero rezar, de cosas que me preocupan y me pesan. Y, sin querer, incluso en la oración me descubro enumerando, como si pudiera organizar también a Dios.
Pero la vida –y la fe– no siempre caben en una lista. Hay días en los que todo se me desordena, y tengo que dejar que sea Él quien escriba por dónde debo seguir y qué tengo que hacer. Días en los que no llego, y toca soltar el lápiz.
Pero, ¿sabéis qué? Me consuela pensar que Dios también tiene su lista. No de tareas, ni de metas. Una lista de nombres. Como esas agendas que no se borran, aunque cambies de móvil. Y ahí estamos todos nosotros. No como un número, ni como un archivo, sino como un hijo, como una hija. Nuestro nombre escrito en su corazón. Eso me basta.
Mis listas se pierden, se tachan, se olvidan. Pero Él no olvida. No necesita recordatorios para saber lo que me duele, ni lo que más deseo. Porque su memoria es eternamente amor. Y ahí, entre sus manos, seguimos. Por el camino.