Decía san Agustín que «el que canta, ora dos veces» y que «cantar es propio de quien ama». Frases que todos hemos oído muchas veces. Y, sin embargo, quienes formamos parte de un coro parroquial no siempre las vivimos del todo. Porque, a veces, en medio de los ensayos, de las voces que no cuadran, del micro que falla, del solo que no sale… se nos olvida para qué cantamos. O, mejor dicho, para quién.
He estado en varios coros y reconozco que no es raro acabar fijándonos más en la afinación que en la oración. Que busquemos el aplauso interior más que el recogimiento. Que nos importe más la perfección musical que el servicio. Y no está mal querer hacerlo bien –y debemos hacerlo bien–. El problema viene cuando se nos escapa el norte.
Cantamos para el Señor. Cantamos al Señor. Y cuando lo hacemos en una Eucaristía, lo hacemos también por y para los fieles que están allí, acompañando su oración con la nuestra. Dios nos ha dado un don: el de la música, la voz, la capacidad de tocar un instrumento, la sensibilidad musical… Pero no para lucirlo, sino para ponerlo humildemente a su servicio. Para ayudar a que otros se acerquen a Él. Para abrir puertas, no para cerrar caminos.
Ojalá nunca lo olvidemos. Que cada ensayo empiece con una oración, aunque sea muda. Que cada nota sea un pequeño acto de amor. Que cada domingo, al terminar la misa, podamos decir de verdad y desde el corazón: hoy también he rezado… dos veces.