«Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Fue la promesa que Jesús hizo a sus amigos antes de volver al Padre. Pero no sería solo un recuerdo en sus corazones, sino una presencia viva, su Espíritu les acompañaría y acompañaría a las generaciones y generaciones de discípulos que les sucederían por siglos.
Cristo resucitado comunica su Espíritu a los discípulos que estaban escondidos por miedo a los judíos y a partir de ese momento todo se hace comprensible, las dudas desaparecen, el temor se esfuma y ya no hay nada que detenga a aquellos hombres y mujeres que se lanzan al mundo a predicar que Cristo ha resucitado. Y es ahí donde nace la Iglesia.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que «el Espíritu Santo con su gracia es el «primero» que nos despierta en la fe». A través del bautismo el que es bautizado es «»ungido» por el Espíritu Santo, incorporado a Cristo, que es ungido sacerdote, profeta y rey». Desde ese momento el Espíritu deja en nosotros una huella imborrable, pues nos hace hijos de Dios, miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo, nuevas criaturas.
Y así, de la misma manera que aquellos primeros discípulos, hemos de perder el miedo y la pereza para salir de nuestra comodidad y anunciar la Buena Noticia del Evangelio en nuestro día a día, desde lo cotidiano, en el trabajo, la universidad; con la familia, los amigos; en los momentos de júbilo y en aquellos en lo que podemos ofrecer una palabra de aliento; siendo sembradores de esperanza y de paz.
«No esperen, sino que respondan con entusiasmo al Señor que nos llama a trabajar en su viña» (León XIV).