De un tiempo a esta parte, quizá muy influenciados por los pasados tiempos pandémicos, nos hemos acostumbrado en nuestro día a día a que en raras ocasiones podamos hacer algún trámite, gestión, visita, e incluso compra, sin haber concertado antes una cita en el lugar correspondiente. Ciertamente, esto nos ayuda a todos a tener una mejor planificación y organización de nuestras jornadas, pero puede llevarnos también a sentirnos un tanto atados, dependientes de agendas que se presumen infalibles. Incluso esta sensación la tenemos en nuestras iglesias, grupos de fe, despachos o actividades parroquiales, donde todo está excesivamente pautado y delimitado por el reloj o el calendario, donde nada puede darse fuera del lugar o momento exacto en que está programado. En ocasiones pareciera, hablando más desde una dimensión espiritual, pero para nada desligado de lo ya dicho, que impedimos al Espíritu Santo que sople en nuestras vidas y entornos. Este soplo es la fuerza y el impulso que, lejos de abandonarnos a la improvisación y desorganización en nuestra vida, nos permite vivir en consonancia con el plan de Dios. Pero el Espíritu necesita ese espacio libre y desatado en nuestra vida, que le permite ser quien es y ocupar el lugar adecuado en nuestro corazón.
Entramos en el tiempo final de la Cuaresma, y Jesús nos invita también a liberarnos de esas esclavitudes que a veces nos tienen tan amarrados y que hacen que nuestras familias, amigos, trabajos, vínculos, e incluso nuestras celebraciones y liturgias, sean esclavas y víctimas de un reloj que descuenta minutos y un calendario que deja caer sus hojas.