En una fundación teresiana alguien lamentaba que el edificio que albergaría el convento era muy pequeño, poca cosa, a lo que la santa fundadora respondió: «Mejor, así cuando acabe el mundo y caiga hará menos ruido». José era el menor de sus hermanos, como también David. Adoramos a Dios escondido en un pedacito de pan; Nazaret era una aldea insignificante que ni aparece citada en el AT; María, la esclava del Señor, es una adolescente; el signo que el ángel comunica a los pastores es un recién nacido recostado en un pesebre; Jesús dedica atención especial a los niños. La semilla germina y crece sin que el labrador sepa cómo, mientras duerme. La levadura, el grano de mostaza y las monedillas de cobre de la viuda son ejemplos del gusto por lo pequeño. Hablaba el Señor con pocas palabras, prefiriendo cuentos cortos para hacerse entender mejor que homilías largas y lecciones magistrales.
Sole Giménez se preguntaba «¿qué nos ha pasado?» y se admiraba de «cómo hemos cambiado». A mí me pasa lo mismo.
«A mayor gloria de Dios» hemos construido basílicas y catedrales, columnatas y campanarios, custodias procesionales tiradas por bueyes, vestimos a nuestros obispos y cardenales con capas magnas, y nos encantan los discursos largos cuando los damos nosotros.
Si el lector quiere saber qué nos ha pasado que relea el cuento El taparrabos, de Tony de Mello. Convendremos entonces que ha sido la única manera de conservar lo más imprescindible.