Hubo un tiempo en que la Virgen María era vista como una figura lejana, majestuosa, casi inalcanzable. Pero al final de la Edad Media, algo cambió. María se volvió humana. Se convirtió en madre doliente, en mujer atravesada por el sufrimiento, y fue entonces cuando nació la devoción a la Mater Dolorosa.
La historia comienza en el corazón de Europa, en Borgoña, uno de los estados más prósperos del siglo XV. Allí, tras la muerte de la duquesa María de Borgoña, su esposo, el futuro emperador Maximiliano I, heredó no solo un trono, sino también un territorio agitado. Para calmar tensiones y unificar espiritualmente a su pueblo, los Habsburgo impulsaron una devoción nueva: los Siete Dolores de María. Fue Jan Van Coundenberge, clérigo y secretario de Felipe el Hermoso, quien dio forma a esta espiritualidad que buscaba consuelo en medio del caos. La cofradía de los Siete Dolores se convirtió en un fenómeno. Artistas, músicos y escritores se unieron para difundir la imagen de una María reflexiva, con el corazón atravesado por espadas. La imprenta llevó su rostro y sus penas por todos los rincones de los Países Bajos. Pronto, iglesias, capillas y devocionarios se llenaron con esta advocación.
Desde Brujas hasta España, pasando por Nápoles, México y Guatemala, esta Virgen doliente fue adoptada por pueblos enteros. Ya no era solo madre de Cristo; era madre de todos los que sufrían. Detrás de cada grabado, cada altar, estaba el impulso de una dinastía que supo ver en el dolor compartido una poderosa herramienta de fe y unidad. María, como un lirio entre espinas, se convirtió en símbolo de esperanza para una Europa rota por la guerra.