Recuperar los derechos humanos (II)

El mes pasado, recordábamos que entendemos la dignidad como aquel valor inalterable que posee todo ser humano por el hecho de ser humano. Este concepto es el fundamento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), texto internacional que marca una ética profana e inclusiva en aspectos como la libertad religiosa y de conciencia, que se convierte en derecho, como se afirma en su artículo 18.

Asimismo, el Concilio Vaticano II (1962-1965) adopta en el seno de la Iglesia católica el derecho a la libertad religiosa. La declaración Dignitatis Humanae (1965) trata específicamente del tema con el «principio generalísimo de toda sociedad o primacía de la persona humana como inicio, centro y fin del orden social». Algo reforzado por las palabras del Papa Francisco mencionadas en la declaración Dignitas infinita (2024): «En la cultura moderna, la referencia más cercana al principio de la dignidad inalienable de la persona es la Declaración Universal de los Derechos Humanos».

El conjunto de creencias de una religión o de una cosmovisión sagrada puede asumir los derechos humanos, como hizo el cristianismo. Los derechos humanos son un poderoso instrumento para actuar evitando o paliando el sufrimiento de los demás. Instrumento que es la base del trabajo de múltiples organizaciones cuyos miembros actúan con «compasión», es decir, acompañando e identificándose con los males de alguien ajeno, como si fueran propios, porque la dignidad es compartida y es de justicia buscar soluciones basadas en los derechos humanos. Esta es la base de que un cristiano pueda trabajar codo con codo con toda persona que trata de humanizar este mundo.

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