Elegancia y respeto en el arte de amar

Hace no mucho tiempo, riendo con el Buscón don Pablos, vi cómo ha cambiado el flirteo (o no tanto). Pretender a alguien en el siglo XVII era un «osado atrevimiento» pero sabroso, en el fondo, para el pretendido. Luego venía lo de «la mucha hermosura de vuestra merced» y se daba rienda suelta a la pasión: ellas se «abrasaban», ellos se «ofrecían como esclavos» o ambos se quejaban de haber sido «atravesado su corazón por una saeta». Dignos de aplauso antes de bajar el telón. Pero si en realidad quisiéramos saber en qué momento una relación se encontraba al borde del casamiento, había que esperar a que aparecieran los «túes», dejando el usted, el usía y el vuesamerced para los tortolitos que acaban de comenzar. 

Aunque parezca que en aquella época solo funcionaban con formalismos o cortesías, nada más lejos. Dominaban todas las herramientas del cortejo a la perfección. Usaban la ironía, el drama y unas impresionantes dotes teatrales para llegar a donde querían. Nos daban mil vueltas en el arte de amar. 

El Cantar de los Cantares ya nos había dejado la elegancia en el trato del cortejo, como por ejemplo: «¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! Tus ojos son palomas, detrás de tu velo. Tus cabellos, como un rebaño de cabras que baja por las laderas de Galaad. Tus dientes, como un rebaño de ovejas esquiladas que acaban de bañarse: todas ellas han tenido mellizos y no hay ninguna estéril». Y aunque puedan parecernos toscos los piropos entre la amada y el amado, eran los más bellos que podían imaginarse. Faltaría más. 

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