Durante los primeros siglos del cristianismo, surgió un tipo de representación pictórica poco usual en relación con el Bautismo del Señor. En estas imágenes, además de Juan y Jesús, aparecía un noble anciano de aspecto clásico contemplando la escena: era la personificación del río Jordán. Virgilio ya había mencionado esta idea en sus textos: «Ya viejo, pero la ancianidad es, para un dios, fresca y lozana». Esta personificación de los ríos era algo muy frecuente desde la Antigüedad. Ovidio, en sus Metamorfosis y Amores, ya lo hacía con ríos como Ínaco, Janto, Nilo, Enipeo o el mismísimo Tíber. ¿Cómo no añadir a este listado el «río de los ríos» del mundo cristiano? Sería erróneo pensar que la cultura clásica y el cristianismo no se llevaban nada bien; sin embargo, estas representaciones del siglo V reflejan no solo una conciliación, sino la realidad de la riqueza cultural que sentó las bases de Europa hace dos mil años. ¡El bautismo de Cristo representado como los grandes mitos clásicos! El río, presente en aquel bautismo de bautismos, no solo aparecía personificado como un testigo de aquella segunda Epifanía, sino como un protagonista de aquel relato de salvación, cuyas indignas aguas habían servido para bautizar a la verdadera Agua que quita la sed, cuya materia divina en semejanza con el hombre se sumergía en su cauce. Sin duda, se trataba de otro relato visual, que nos llevaba a aquellos mitos, bien asentados en el imaginario colectivo, donde el río formaba parte de las historias de amor, pues quizá teniendo a Cristo envuelto por sus aguas, cabría finalizar con aquella frase de Ovidio: «Los ríos sintieron en su propio ser qué cosa es el amor».