El nombre nos hace únicos

En los últimos meses, entre cumpleaños, santo, Navidad y Reyes, han llegado a casa varias muñecas y peluches de distintos tamaños, formas y modelos, enriqueciendo el juego de mi pequeña princesa. A todos ellos les ha puesto un nombre; sé que es una práctica muy común entre los niños, pero es algo que nunca he terminado de comprender. Al fin y al cabo, cada uno ya tiene un nombre de fábrica. Pero no, a ella ese no le vale, así que los ha «bautizado» a todos: a su oso de peluche lo ha llamado Antonio, a una muñeca bebé Clara, y a otros muñequitos Julia y Miguel…  

Ahora tengo en casa una ristra de personajes cuyos nombres apenas recuerdo y a los que, sinceramente, no daba demasiada importancia, hasta que recordé la homilía de un amigo sacerdote sobre la relevancia de los nombres. Decía algo así como que los nombres nos definen, nos dan carácter y personalidad. Decidí investigar un poco más sobre esto y me encontré con lo siguiente: «Dios llama a cada uno por su nombre. El nombre de todo hombre es sagrado. El nombre es la imagen de la persona. Exige respeto en señal de la dignidad del que lo lleva. El nombre recibido es un nombre de eternidad». Así explica el Catecismo la importancia del nombre del cristiano. Ha sido entonces cuando me he dado cuenta de la importancia de que esos muñecos tengan un nombre, porque para ella son importantes. Porque, ante sus ojos, cada uno es único (aunque haya mil más como ellos), de la misma manera en que nosotros somos únicos ante los ojos de Dios.

Otros artículos

Una lista en la mesilla

Cantar al Señor

Cuando el nombre habla