Transfiguración
I domingo de CuaresmaEl evangelista san Lucas, en su presentación teológica de la Buena Noticia, que «ha sucedido entre nosotros», describe los acontecimientos de la vida pública de Jesús en el camino, en el llano, donde se desarrolla la vida ordinaria. Ha bajado a Jesús al camino, donde el ciego de nacimiento le puede gritar «¡Hijo de David, ten piedad de mí!»; la hemorroísa puede tocarle el borde del manto o los diez leprosos le gritan para que les cure… Jesús está cercano, es accesible. Pero mantiene, también, los otros pocos relatos donde está en el monte: en el Tabor, en el Gólgota… Estos momentos son especiales, de diálogo con el Padre, en sosiego y paz. Tanto en la crucifixión como en la Transfiguración existe un ambiente especial de silencio, de oración, serenidad, y en ambos se manifiesta la gloria de Dios.
Para sus discípulos, testigos de tantos acontecimientos grandes, les estaba dando el Señor argumentos para salir fortalecidos en la dramática aventura de la fe. Les hubiera bastado el de la Transfiguración para que tuvieran seguridad de que la Resurrección era algo más que una bonita palabra. Es otra ocasión más para confirmarles en la fe, comenzando por el núcleo de los Apóstoles. En la Transfiguración les está adelantando que nuestra misma condición humilde la puede transformar el Señor, según el modelo de su condición gloriosa, y ¡se admiran!
Con estos tres discípulos vamos todos a la cima del monte, hemos sido invitados por el mismo Jesucristo para ver cosas mayores, no solo el aspecto de su rostro, iluminado o la blancura de las vestiduras, cosa que les espabiló, hasta que no pudieron más y gritaba Pedro: ¡Qué bien estamos aquí, que no pase nunca este momento! Este es el drama de la fe, ¿qué tendría que hacer el Señor para que respondiéramos en fidelidad? Nos da la Eucaristía, su Cuerpo y su Sangre, su presencia real; si tenemos el perdón de los pecados, el triunfo sobre la muerte como regalo, decidme, ¿qué tendría que hacer más? Si los Apóstoles nos han contado los hechos con nitidez y nos aseguran que ellos han estado allí, que lo han visto con sus ojos, ¿qué se necesitamos más? Quizás pudiera valer una palabra: convertirnos, volver con propiedad a la gracia, a la vida, una vida que, en Jesucristo, como bien sabemos, ha de alcanzar su máxima expresión de perfección y plenitud. Esta es la llamada constante de los profetas al pueblo: «¡Si volvieras Israel! ¡Si volvieras a mí! ¡Si quitaras tus monstruos abominables y no huyeras de mí!» (cf. Jr 4,1).
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