Reflexiones semanales
1 de noviembre 2020

Todos los Santos

domingo del Tiempo Ordinario

¡Bendigamos al Señor por los mejores hijos de la Iglesia! Son los santos, los que en la liturgia celebramos con solemnidad, los que forman la Jerusalén celeste, los que han sido fieles al amor de Dios, a la coherencia de vida con el Evangelio. Gracias al Bautismo, también nosotros estamos llamados al reto de la santidad, porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió «para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4). Pensemos lo que nos dice el Papa Francisco al comienzo de su Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate: «Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la santidad. Así se lo proponía el Señor a Abraham: “Camina en mi presencia y sé perfecto” (Gn 17,1)». Sería muy bueno que aprovecháramos estos días para leer este documento del Papa, porque nos abre pistas para vivir como nos pide Jesús en el Evangelio: con una total naturalidad, como Dios ha pensado en cada uno de nosotros, que nos quiere santos, para no detenernos en el camino y seguir hasta la meta.

Precisamente, en estos días muchos van al cementerio a visitar a sus difuntos, porque el amor no se deshace, ni se extingue, el amor te mantiene unido a las personas amadas. ¿Cuántos de nosotros vamos a dar gracias a Dios por los mejores hijos de la Iglesia? Pues, recordad, que «los santos que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor y comunión», dice el Papa. Es consolador saber que no estamos solos en esta aventura, porque los santos nos ayudan, y nos conducen al Señor, que «no tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce», afirma el Papa Benedicto XVI. Hablando de los santos, san Bernardo decía: «No seamos perezosos en imitar a quienes estamos felices de celebrar». Es, por tanto, la ocasión ideal para reflexionar en la «llamada universal de todos los cristianos a la santidad». Dios es el «único santo» y «la fuente de toda santidad».

Las bienaventuranzas son el iter de nuestra vida cristiana, el espejo donde mirarnos todos los días, para llegar a ser como ellos, para poder decir: Somos dichosos. Seguramente tendremos penas, seremos pobres, nos faltará justicia a nuestro alrededor, lucharemos por tener el corazón limpio y la paz brillará por su ausencia; pero sabemos que la felicidad es una realidad posible, con la gracia de Dios y que lo será, por su misericordia, en el reino de los cielos.

Los cristianos no miramos el futuro con temor si tenemos el corazón lleno de Dios, pero si tu amor es tacaño, raquítico, esquelético o intentas engañarte a ti mismo y a Dios, con la mentira, con dobles vidas o pretendes dar imágenes falsas, te vas a sentir solo y eso es dramático. Un cristiano que quiere vivir en la verdad mira el presente con la ilusión de servir a Dios, de seguir «lavando y blanqueando sus vestiduras», las que tantas veces el pecado mancha, sabiendo mantener la confianza de tener un Padre-Dios que jamás nos olvida. La santidad no reside en las manos, sino en el corazón; no se decide fuera, sino dentro de la persona y se resume en la caridad. Jesucristo es «el Santo de Dios» (Jn 6, 69). La santidad es ante todo don, gracia. Ya que pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos, habiendo sido comprados a gran precio.

«No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque “fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera”», dice el Papa. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí́ donde cada uno se encuentra.

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