Reflexiones semanales
19 de febrero 2023

Nuestra vocación es la santidad

VII domingo del Tiempo Ordinario

Esta semana, como cada domingo, después de escuchar la Palabra de Dios, somos invitados a mirarnos en el espejo de Cristo, a escuchar y aceptar su Palabra viva, orientadora, que nos propone las características del ser y obrar cristiano. El Señor Jesús nos ha llamado a llevar su estilo de vida y su misión, y a alejarnos con decisión de las influencias del mundo que, con sus seducciones, al final termina infectándote de odio, de venganzas o de rencor. El que sigue a Nuestro Señor tiene muy claro que su forma de vida está muy definida por el amor, y que amar a los demás, perdonar, curar y servir, como nos enseña Jesús, nos lleva a ser compasivos y misericordiosos. El amor y la caridad hacia el prójimo aparecen como una consecuencia absolutamente ligada a nuestra fe en Dios. Jesús, en el evangelio, ha concretado con detalles esta ley del amor. Esto da la explicación para que un cristiano no se deje llevar, por ejemplo, por la ley del talión, del «ojo por ojo, diente por diente».

Prestemos atención al evangelio de este domingo, a las palabras del Señor, porque nos conducen a aprender a amar de verdad e intentar vencer el mal con el bien, a poner la otra mejilla, a regalar la túnica y recorrer con el que te extorsiona no solo una milla, sino dos. Estas expresiones que aparecen en el evangelio son propias del nuevo estilo. El amor es darse gratuitamente y dice de relación, de fraternidad, de cercanía a los demás; se trata de establecer un tipo de relación donde el amor supera todo límite y todas las previsiones de respuesta. Nunca hasta que uno es padre, sabe hasta dónde es capaz de amar, de luchar, de sacrificarse, de entregarse. Cristo no nos enseña solo un estilo civilizado de convivencia, sino uno claramente superior: un estilo basado en el amor gratuito, desinteresado, cosa que no ofrece precisamente este mundo.

Lo que nos permite entender a Dios y comprender el mensaje de Jesús es lo que Él nos ha revelado: que Dios es un Padre bueno, que cuida de cada uno de nosotros, pero también nos corrige y nos ayuda a apartarnos de los malos caminos, como el rencor o la venganza. El Señor nos quiere pacíficos y pacificadores, nada violentos ni vengativos. El mejor ejemplo es el del mismo Jesús, cuando en los acontecimientos de su Pasión le dieron una bofetada y no respondió con violencia, sino que preguntó serenamente por qué le golpeaban, qué mal había hecho. En el evangelio se motiva nuestra actitud fraterna con los demás mirando a Dios: «Así seréis hijos de vuestro Padre, que hace llover o salir el sol sobre todos», nos da ejemplo de un corazón universal y no vengativo. Cristo no se calló, sino que denunció el mal, pero perdonó. Murió pidiendo a Dios que perdonara a los que le mataban. Dios nos enseña a superar la ofensa con el amor, no con otra ofensa justiciera.

Jesús, situado en esta perspectiva, tiene como misión en su vida ayudarnos a descubrir la realidad, el modo de ser, la forma de actuar y sentir de Dios a quien Él considera de una manera muy personal y cercana, lo llamaba Padre. ¡Somos sus hijos! Esta es una confesión admirable, hermosa y sorprendente. Es tan grande y tan sencilla esta revelación de Jesús, pero, ¡cómo nos cuesta entenderla! El día que lleguemos a la convicción de quiénes somos, podremos relacionarnos como hermanos.

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